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Como si nada, dos bellas prostitutas se peleaban a las afueras del bar; un sórdido sitio aparentemente especializado en turismo...

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Como si nada, dos bellas prostitutas se peleaban a las afueras del bar; un sórdido sitio aparentemente especializado en turismo extremo y en comercio de alto riesgo —he ahí el éxito, cuando de popularidad se trata la apariencia es esencial—. En minifalda y tacones, durante el desarrollo de la batalla, dejaban ver las herramientas más comunes de su profesión. Se jalaban los cabellos, se arañaban los rostros, volaron bolsas, celulares, aretes y uñas postizas, se gritaban groserías inentendibles por la escasa dicción de sus mandíbulas trabadas por el esfuerzo o por las drogas duras;  una de ellas, con zapatilla en mano como auténtica arma blanca, agredía a la otra; la otra, quizá buscando poner el recato a su favor, arrancó la parte superior de la vestimenta de la una; la estrategia falló: la una, con hermosos senos al aire y pezones duros, aumentó la agresión con golpes igual de duros ante la presencia de los mirones cuyas entrepiernas, sí, también estaban duras. Había opinión dividida sobre quién ganaría; tal vez porque a nadie le importaba pues aunque ambas perdiesen los espectadores ganábamos. Si bien rodeadas de público, nadie se acercaba, nadie intentaba detener la riña. Se trataba de un buen espectáculo, y de los mejores: gratis.
Al cabo, salió algún encargado del bar. Un tipo de traje barato con barba y lenguaje descuidado, bastante guarro; las aplacó y a la vez que pegaba a ambas les decía que si querían golpearse mejor cambiaran de profesión. Y remató gritándoles: a las putas les puedes pegar, si les pagas. Una visión capitalista bastante precisa basada en un principio fundamental: todo tiene su precio. Me sorprendió la claridad sobre política económica que se dominaba en el lugar; sorpresa que no se sostiene si tomamos en cuenta que el ejercicio proxenético es más antiguo que el capitalismo. El tipo despachó en taxis separados a las rijosas y con una sonrisa nos invitó a los mirones a entrar al establecimiento. “Si les gustó lo que vieron, ni se imaginan lo que hay adentro”. También un gran publicista al parecer.
Entré.
Un claro contraste con el exterior me sacó de situación. Ganas tuve de salir corriendo, mirar el bar desde afuera y volver a entrar también corriendo para verificar si se trataba del mismo sitio. Un lugar amplio —olía a flores, camelias o violetas, no lo sé— con iluminación muy cuidada, no obscuro, como acostumbran los sitios del tipo; mujeres, muchas de ellas, desde muy jóvenes hasta entradas en edad, siempre sonriendo afablemente, se paseaban entre los pasillos que separaban salas de distintos estilos y tamaños: algunas eran de sólo un par de sofás, otras de varios pares. También pude hallar sillones de esos que son para solo una persona. Las jóvenes o andaban con el torso desnudo o casi, las no tan jóvenes se paseaban embutidas en breves diseños basados en transparencias y sostenidos por arquitecturas irrespetuosas de las leyes de la física. Todas con manos, pies y maquillajes excitantemente cuidados. Los cabellos, lejos de lo vulgar me parecieron profesionales y el calzado combinaba con ellos, nada demasiado alto, ni demasiado llamativo. Se trataba de otro mundo, había juzgado al libro por su portada y el precio a pagar era aumentar el peso  de verdad que el refrán tiene.
Por mi parte, había olvidado cómo llegue a aquel bar; tomé lugar en una salita con indolencia y pedí de beber; estaba muy cansado cuando cerré los ojos, luego, respiré profundamente durante un rato y, todo obscuro, algo rígido en mi pierna exigió mi atención. Abrí los ojos. Era una mujer hermosa que frotándose en mí me decía ¿te gusta?; gradualmente, adaptándome al cambio de luz, fui tomándole forma. Tenía unos senos enormes y el pelo corto, rubio. Tartamudo —sorprendido por el trato de la hermosa mujer— le pregunté su nombre, ella sonrió y me animó a seguir bebiendo. Me abrazó, noté que no llevaba nada bajo su vestido. Mi mano, de manera tan natural como las ganas lo permiten, se buscó camino a donde las piernas se juntan; recordé con mayor claridad mis cursos de anatomía que mi última experiencia erótica. Es cierto, tengo mala memoria, pero, también es cierto, pasaron largos años sin comercio venial.
Tal vez por eso me encontraba allí. Disfrutando. Deprimido. Desesperado. Difuso. No sé qué me había alejado del sexo pagado, ¿era mi moral o mi miedo? Como si fueran dos cosas diferentes. Recordé la primera vez que pagué por sexo… bueno, siempre he pagado por él. Ir al cine, pagar las cuentas y los regalitos; a lo mejor hasta pagar el hotel y los métodos anticonceptivos; y luego, si estos fallaban, pagar todavía más... Y no sólo se trataba de dinero, ¡ojalá! Pagar, en esos casos, ampliaba su definición a un nivel metafísico; no se trata sólo de pagar con dinero, sino con tiempo, con libertad, con el ser: pasar por ellas, llevarlas de vuelta —como si de paquetes se tratara—, cenas, compromisos familiares —como de damo de compañía—… en fin. Siempre se paga por sexo, eso marcan las convenciones sociales. Pero a lo que me refiero es a la primera vez que pagué —exclusivamente dinero— a una mujer —absolutamente prostituta— por sexo —profesionalmente consumado; y sí, me refiero a la parte de ella; bueno, a lo que hizo con sus partes—. Las primeras veces siempre son… no sé cómo terminar la frase. Será que, por fin, trato de huir del cliché. Cruzo los dedos.
Demoré cerca de un mes en acercarme a las calles donde las sexoservidoras ejercen. Una vez acercado, tardé otro tanto en hablar con ella. Para cuando le hablé, tuve la estúpida idea de pedir que la transacción se realizara en mi casa. Se negó. Luego tuvo que pasar más tiempo para que confiara en ir a un hotel con ella. Lo que nada tardó fue el elegir con quién sería. Desde la primera vez que la vi sabía que sería ella. No quiero parecer sentimental, simplemente me recordaba a una antigua compañera de los años escolares a la que nunca pude tocarle lo que hubiera querido; eso es todo. Morena, pelo negro y liso, ojos negros y grandes aunque entreabiertos, una nariz bien colocada, un poco inclinada hacia un lado, ni gruesa ni delgada encima de una boca hecha a mitades perfectas de labios carnosos, de muecas al hablar y sonrisas inocentemente interesantes, no recuerdo sus senos —hablo de la antigua compañera, no de la puta—, aunque sus piernas eran largas y gruesas —las de la puta— pero su culo simplemente me había enamorado —ahora sí el de las dos—. Deseo iniciado por el contacto visual de algún viaje escolar al balneario; trajes de baño de niñas con cuerpo de adolescente. Edades en que el guardarropa es decisión paterna, con las mejores intensiones pero con resultados poco paternales.
Lo primero que tuve que decidir era sobre si quería hacerlo sobrio o ebrio. Me quedé con la sobriedad. Una noche de inicios de invierno fui directamente hacia ella y le dije, que me recordaba a alguien; sonriendo mientras me tomaba del brazo me preguntó, cómo se llamaba ese alguien; le dije el primer nombre que se me ocurrió y fingiendo sorpresa me dijo, que casualidad, también yo me llamo así. Tratándola como a toda una femme fatale, le respondí: las casualidades no existen. En seguida caminamos juntos la distancia que nos separaba del hotel donde ella despachaba.

Pienso que la actividad del sexo servicio es igual de importante que cualquier otro servicio en una ciudad. Igual que la recolección de basura y desechos especializados como los desperdicios médicos; igual que el servicio de electricidad, agua o televisión. Incluso más que la educación o la salud. Si se piensa que la ausencia de hospitales es más visible que la presencia de puteros, entonces no es rara una ciudad sin hospitales pero sí  una sin burdeles.
Es más, siempre he creído, y me consta no ser el único, que las prostitutas realizan un servicio social.  Me he convencido que la prostitución es una tarea necesaria para la funcionalidad y el sustento de lo social. La idea me es tan evidente al grado de no poderla explicar, me resulta vano. No justifico la esclavitud sexual, la trata de personas en la pornografía, ni ningún crimen o actividad que cause sufrimiento a cualquier ser humano. No trato de valorar o despreciar la prostitución, trato de describir lo que veo. Y lo que veo es que la prostitución funciona como axioma social. La prostitución es cobrar por algo que quiere hacer el que paga, puede que el que cobra le guste o no, eso no importa. Pienso que eso mismo hace cualquier persona en el trabajo, cobra por hacer algo que quiere que haga el que le paga. No importa cual sea el trabajo, se trata de simple prostitución.  Y no sólo pasa en las relaciones laborales, sino en todas las relaciones sociales, incluso las que no se basan en transacciones monetarias; cuando el hijo quiere permiso para irse de fiesta el fin de semana, entonces se porta bien y hace lo que los padres quieren no porque quiera hacerlo, sino porque quiere conseguir el permiso. Hasta en las relaciones sentimentales aplica: él no quiere cenar con los padres de ella, pero quiere que ella lo satisfaga sexualmente, pero si no la satisface con la cena, ni siquiera querrá dormir con él; entonces, si quiere fornicación, debe ceder con lo de la cena. O viceversa: ella no quiere satisfacerlo sexualmente porque, digamos, no le agrada lo que le pide, pero si no lo hace, él no asistirá a cenar con sus padres; entonces, si quiere la cena, tendrá que ceder con lo del sexo. Él no quiere la cena familiar, pero quiere copular; ella no quiere sexo de ese modo, pero quiere la cena; del mismo modo que el hijo quiere el permiso, igual que el trabajador el sueldo, igual que la puta su paga. Es lo más normal y socialmente aceptado: hacer algo que habitualmente no queremos hacer para conseguir lo que sí queremos; portarse bien para recibir el premio. Es tan puta una persona en renta de sus orificios corporales como quien renta su tiempo; es tan prostituta quien alquila su cuerpo como quien alquila su alma. Y resulta que es socialmente respetable el ingeniero, el doctor, el actor y casi cualquier trabajador, pero no las personas dedicadas al sexo servicio, es más, en algunas partes del mundo tratar como trabajadoras a éstas últimas está aún a discusión, ¿por qué? Caprichos de la moral, tal vez. Putas juzgando putas. Ésta es una de las razones por las que creo que para tener moral y ser moral hay —condición previa— que ser hipócrita.

Mientras consideraba todo esto otra chica con trasero perfecto se nos acercó a la rubia y a mí.
¿Qué quieres?
Preguntó susurrando más cerca de mi boca que de mi oreja.
Yo no respondí. La de las tetas grandes me dijo que diéramos una vuelta por el lugar y que cuando viera algo que me gustara se los dijera. Las dos me abrazaron, no por los costados, una se puso delante de mí y la otra detrás, la tetona de atrás dedicadamente me abrazaba untando su tórax a mi espalda mientras toqueteaba a la culona delante de mí, esto entre risas. Ni siquiera podía poner atención a lo que sucedía alrededor. Ellas caminaban y yo entre ellas. Rodeamos casi todas las salas, me di cuenta que las mujeres se saludaban y comunicaban a miradas, los clientes sólo tenían ojos para los culos, las tetas o las caras de ellas.
En una sala, un sujeto gordo estaba siendo amamantado por unos pechos de tamaño grotesco mientras otra chica lo masturbaba con comida de bebé como lubricante. Junto a ellos estaban dos tipos besándose mientras recibían sexo oral de dos bellas mujeres, muy jóvenes, por cierto. Más adelante un tipo lamía con desespero los pies de una chica que fingía, según mis parámetros, más de la cuenta; tal vez eso le había pedido el cliente. Otra más estaba haciendo esto o aquello a un sujeto con algunas herramientas de carpintería. Por allá alguien hacía del cuerpo encima de otro alguien… todo un explícito y bastante completo diccionario audiovisual de parafilias. Debo decir, sin que se confunda con confesión, que no todas me sorprendieron ni todas me asquearon, probablemente porque no todas me son ajenas o desconocidas; en todo caso, como lo leí por allí, confieso que he vivido. De eso sí se me puede acusar e incluso juzgar. Castigar no, ya no.
Las chicas, mis guías, me sentaron en una sala arrinconada.
¿Ya sabes lo que quieres? Insistió la de grandes tetas. Quiero verlas a ustedes dos juntas, dije.
Lo sé. Mi creatividad nunca me ha hecho destacar. Es más, creo que ellas ya antes de preguntarme habían decidido qué quería.
Me sonrió. Le susurró algo a su colega; ésta le respondió con un tierno beso mirándome a mí. Me tomaron de las manos y al mismo tiempo, una en cada oído, me dijeron en estereofónico: disfrútalo.

Quería verlas juntas y eso vi. Se acercaron, se tocaron, todo lentamente, muy lentamente, pero no demasiado, lo suficiente. Comenzaron juntando sus senos por encima de la ligera ropa, mientras tocaban sus traseros. Parecía ser sólo una mujer tocando su reflejo en un espejo. Movimientos tan coordinados que me hicieron pensar que no estaba presenciando la premier de ese show que creí mío, director de teatro xxx.





@alekjndr
@MomentoSonoro

1 comentario:

  1. Lo volví a leer, me encanto! Todos nos prostituimos, es cierto! Cuanta hipocresía hay al juzgar! Me gusta la parte en que te recuerdan los años escolares también tuve deseos no cumplidos.

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