En un libro pequeño y poco conocido Schopenhauer
concluye, tras un análisis de la historia de la filosofía, que los sistemas filosóficos
—todos— son semejantes a cuentas que no se acaban de sacar; es decir, que dejan
residuos, o, si se prefiere una comparación química, dejan un precipitado
insoluble. Esto consiste en que, si se siguen sacando consecuencias de sus
proposiciones, los resultados no concuerdan con el mundo real existente, ni
están de acuerdo con él, sino que, por el contrario, muchas partes del mismo
siguen siendo completamente inexplicables.[1]
La idea, como todo lo grande, es simple: si la
filosofía pretende explicar y si en el sistema filosófico se tiene uno o varios
principios y los llevamos a sus últimas consecuencias, esas últimas
consecuencias no checan con eso llamado realidad; entonces el sistema explica
sólo en parte, es decir, buscando explicar genera zonas inexplicables.
Esta intención que tiene hoy la ciencia de pretender
explicar todo, no es nueva; es un demonio antiquísimo que ha torturado a la
filosofía desde antes que existiera la Ciencia Moderna. Y parece que los
demonios se heredan. En Física, este demonio lo nombraron Teoría del Todo.
En fin. Pobre de la filosofía, pobre de la ciencia.
Pero la cosa no para ahí. Ya sabemos qué pasa cuando
las últimas consecuencias del sistema no concuerdan con el mundo; en el caso de
la filosofía: surgen uno y dos y más sistemas que pretenden resolver el
problema y lo hacen, en parte, pero, al mismo tiempo, generan otros problemas
más que hay que resolver; y se resuelven; pero se resuelven con otros sistemas
que a su vez generan otros problemas, que a su vez etcétera. Pero, ¿qué pasa
cuando tenemos un principio y las últimas consecuencias no nos gustan o no nos
agradan o nos parecen absurdas?
Por ejemplo, ¿qué pasa cuando acepto como principio
de existencia el compromiso de compasión hacia la vida? Entendiendo vida en
general, no específicamente la vida humana.
Ahí está el principio. Vayamos a sus últimas
consecuencias.[2]
Matar sería romper con el principio, entonces no podría comer carne, ¿y
vegetales? ¿No se les mata también al arrancarlos de la tierra? Si los
vegetales son seres vivos, entonces tampoco podría comer vegetales, pero
tampoco podría alimentarme de granos, pues, estuvieron vivos. Algunas personas
en la actualidad resuelven este situación sólo ingiriendo frutos que se
desprendieron del árbol o de la mata; o sea que no fueron muertos, sino que
murieron. Si eso les tranquiliza, les envidio. Pero hay más. ¿Qué pasa si me
enfermo? Tomar antibiótico para curarme exterminaría el virus o bacteria. Los virus
y bacterias son organismos vivos, entonces ¿no sería una seria violación del
principio? O algo menos grave. Pie de atleta. Es un hongo, ¿no? Un hongo —igual
que un virus o una bacteria— es una forma de vida, ¿no? ¿Podría usar crema
fungicida que anuncia la tele? Eso sería matar. Otro caso: cepillarse los
dientes. La placa dentobacteriana esta formada por bacterias, ¿no? Y ¿si me empiojo
o enchincho? ¿Las amibas, las solitarias, los cisticercos y los parásitos todos?
Creo que queda claro el ejemplo. Si acepto respetar
todo tipo de vida, no podría comer carne, ni vegetales o granos arrancados;
tampoco podría usar algunos medicamentos ni pasta para los dientes.[3]
El principio pude tener el mejor de los propósitos,
pero algunas de sus consecuencias pueden no ser tan prácticas o pueden causar más
complicaciones de las que resuelven. En estos casos cuando respetar el principio llevándolo a sus últimas consecuencias raya en lo absurdo, ¿qué pasa? ¿qué se hace?
Alguien, alguna vez, dijo: “Yo no tengo hijos por
buena onda”
Esta persona considera que no sería una buena madre
porque es descuidada, porque no sabe ser madre; porque si tuviera un hijo, el
hijo la pasaría mal. Y por todas las demás peroratas jipitecas sobre “para qué traigo un ser a sufrir” y “yo no le haré a nadie lo que mis padres me
hicieron”
Ahí está el principio, no importa si es verdad o no,
o si nos convence o no; consecuencias:
Si acepto el principio de buenaondez, entonces no
tendré hijos nunca; debo usar y estar al pendiente de la anticoncepción, pero,
¿puedo tener pareja? ¿puedo tener amigos?
Si por buena onda no tengo hijos, para que en
general no sufran el mundo y en particular no me padezcan a mí, ¿tener pareja y o
amigos va contra el principio?
Mi pareja y amigos tendrían que soportarme, que
sufrirme; y esto en una situación un poco peor que un hijo, pues a los hijos no
nos queda de otra más que amar a nuestros padres: no los elegimos[4],
pero a las parejas y a los amigos sí que las elegimos[5];
entonces, si el principio dicta no tener hijos para que no nos sufran, una de
sus consecuencias es no tener pareja ni amigos, para que tampoco nos sufran.
Es decir: “Yo no tengo pareja por buena onda” y “Yo
no tengo amigos por buena onda” son formas del “Yo no tengo hijos por buena
onda”
…
La soledad sería entonces una marca de buen gusto. Ya
sea porque el solitario considera que su compañía es tan de buen gusto que
pocos la merecen, ya sea porque el solitario considera que él mismo es tan de
mal gusto que nadie merece sufrir de su compañía.
La frase “Nadie me merece” tiene estas dos lecturas:
1, nadie me merece como premio, 2, nadie me merece como castigo. Lo buenaonda iría en los dos sentidos, buena onda consigo mismo y buena onda con los demás.
La misantropía tal vez no exista y sea sólo un
producto bien inventado de parte de las personas con el mejor y el más
exquisito gusto de todos.
Alento
@aleljndr
@MomentoSonoro
Y también a lo largo de: Bosquejo de una historia de la teoría de lo ideal y de lo real.
[2]
Podemos deducir a partir de este principio sin que lo consideremos verdadero o
falso y sin que creamos o no en él. Un Juicio de Razón es buen distinto de un
Juicio de Gusto.
[3] Véase http://es.wikipedia.org/wiki/Jainista
[4]
O al menos no recordamos
haberlos elegido. Además, es recíproco, los padres tampoco eligen a sus hijos, ¿o no má'?
[5]
Lo mejor que podemos,
pues.
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