—Desde hace quiero que me expliques sobre tu
idea de lo bello
—¿Cómo sabes que tengo una?
—Todos la tenemos
¿no?
—Ya me habían avisado que estás entrevistando,
pero creí que era sólo a los integrantes de La Banda.
—Pues tú eres cercana a La Banda. ¿Integrante
indirecta?
—Suena bien.
—Bien. Lo bello…
—Pues muy simple. Mi relación con lo agradable,
con lo sublime y con lo bello es efímera. Es como si lo bello se acabara o,
mejor explicado, siento como si la belleza fuera para mí una droga a la que mi
cuerpo generara tolerancia y cada vez necesitara más que la vez anterior para
sentir el mismo efecto que nunca consigo ya.
Si
encuentro algo agradable o bello y lo frecuento, el placer que me causa
disminuye. Estoy segura de que todo comenzó cuando niña, 6, 7 años; todos los
días comía un pastelillo de fresa que hoy ya no existe, durante 3 o 4 años.
Obviamente me encantaban hasta que una vez, ya de noche camino a la cama había
olvidado comer mi pastelillo al que prácticamente era adicta; fui por uno, le
quité la envoltura y lo probé, un asco sórdido acompañado por un regusto acre,
me impidieron dar la segunda mordida. Nunca pude comerlo de nuevo. La gracia
había terminado.
Lo que hoy hago es dosificar ese pastelito,
como un trozo de chocolate fino, no me lo pongo todo en la boca y lo masco
hasta terminarlo para buscar más; lo parto, tomo un trozo pequeño, lo degusto
con calma, lo disfruto, paso a otra cosa, regreso por otro pedazo, quizá ése sí
lo devore, lo boto y vuelvo por otro trozo que deshago entre mis dedos y de ahí
lo lamo… y así dosifico el placer.
—Y ¿qué tal? ¿Te funciona?
—No. Eventualmente pierdo el gusto, pero siento
que así lo disfruto más.
—Escucharte me sugiere la palabra Nostalgia.
—Nada es para siempre; todo acaba ¿no?
Anécdota
Regresamos de la fiesta poco ebrios pero
hambrientos, en tu coche a mi casa. Al bajar del auto un vecino abrió la puerta
del edificio y reconociéndome, nos dejó entrar.
Enseguida te diste cuenta que no llevabas tu
celular.
—Espera. Mi teléfono; creo lo olvidé en el
coche.
—Vamos te
acompaño.
Al cruzar el dintel de la puerta te golpeaste
la cara con la mano abierta.
—También dejé las llaves del coche en el coche.
Yo me tiré a reír a carcajadas. Tú casi te
ofendes
—Ya. Lo
olvidé. No
es para tanto.
—No me rio de ti.
—¿Entonces? Te ríes de ti.
—Sí. No me río de que olvidaras las llaves.
—¿Entonces?
—Me rio de que olvidé las llaves de la casa.
—¿Sabes dónde las dejaste?
—Sé dónde están: en el coche.
—¡No mames!
Y te carcajeaste como yo.
Después del desgastante ejercicio autocrítico,
repasamos: estamos dentro del edificio, pero fuera del depto. O fuera del depto
pero dentro del edificio —nuestra versión propia del vaso medio lleno o medio
vacío. Si salimos al cerrar la puerta de la calle, no volveríamos a entrar ni
al edificio ni al coche.
Así que fuimos al único lugar al que podíamos:
la azotea cuya puerta siempre está abierta. Ahí pasamos el resto de la noche.
Por suerte había lavado. Y sí que fue suerte,
pues lavo, en promedio, una vez al mes. Y esa vez no quité la ropa de la azotea
donde se seca. Así fue como dormimos en el suelo de la azotea, rodeados el uno
del otro, entre ropa. Dormiste sobre mí. En la mañana nos despertó el sol. Mi
playera a la altura del pecho, que usaste como almohada, estaba húmeda de tu
saliva. No podía levantarme. El dolor no me dejó en todo el día. El tórax lo
sentía partido en dos.
—Me gusta coger. —me dijiste.
—A mí también.
—No, no entiendes. A mí me gusta coger como a
ti te gusta leer, escribir o como te gusta la música.
Te miré extrañado.
—¿Qué? ¿No sabías? Los que no somos músicos
cogemos. El orgasmo es nuestro sucedáneo de la ejecución o creación de una obra
de arte.
Ada y yo
—¡No chingues, Ada!
—¿Qué? ¿Por qué te molesta?
—Neta ¿Quieres saber?
—Vas.
—Voy: ¿Existe el sueldo justo? ¿Alguien gana de
salario exactamente lo que se merece por el trabajo realizado?
—No creo.
—Entonces, ¿qué le pasa al dinero faltante
cuando pagan de menos y de dónde sacan el sobrante cuando pagan de más?
—Entiendo.
—Entonces, los lugares de trabajo roban a los
trabajadores que cobran de menos y los ladrones tienen nombre, son los jefes
que ganan de más. Y el asunto llega a ser tan absurdo que los dueños de los
lugares de trabajo, incluso, ganan dinero sin trabajar.
Los lugares de trabajo son centros de robo
legalizado.
—Ajá.
—Entonces, las personas que como tú se
sienten orgullosas de “pertenecer” a la empresa en la que trabajan me parece
repulsivo. El esclavo que ama a su amo, lo defiende y procura: simplemente
inaceptable. Y fíjate que el lenguaje desenmascara la situación. El empleado es
una posesión de la empresa, él “pertenece” igual que el esclavo al amo.
—Y ¿si a mí me gusta mi trabajo?
—No soy experto en el tema pero no me
parecería extraño que alguna vez, por lo menos uno de los tantos esclavos
durante los siglos que dura la práctica haya amado su trabajo y a su amo.
—Entonces ¿te parezco una esclava?
—No. Sólo una persona más que no tiene
claras algunas situaciones.
—¡Chinga
tu madre!
—Va.
—Además la esclavitud terminó hace tiempo,
¿no te enteraste?
—Tienes razón. Hoy somos peores que
esclavos. Los esclavos eran propiedad de sus amos todo el tiempo. Si enfermaban
eran responsabilidad del amo, igual que sus viviendas. Hoy sólo somos propiedad
de nuestros amos cuando servimos para trabajar; si enfermamos, estamos por
nuestra cuenta, nuestra salud depende de nos, y nuestras casas las pagamos
nosotros. Antes eran cadenas, hoy son necesidades creadas, cambió el metal por
el plástico de las tarjetas de crédito.
—Entiendo tu punto, pero creo que
exageras.
—Si
crees que exagero, no me estás entendiendo.
a.
x_x
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