Nunca entendí por qué era necesario rezar antes de clase. Todos
los días antes de iniciar la lección se rezaba; se pedía a Dios ayuda para
ampliar el conocimiento humano. Y en épocas de exámenes era peor. La capilla,
junto al estacionamiento de la escuela, se atascaba de estudiantes mientras que
la biblioteca estaba vacía, desértica, desolada.
Y ¿cómo demonios sé eso? Lo sé porque era ahí, en la soledad de
la biblioteca, donde yo pasaba el periodo de exámenes y no en la capilla, como
todos.
Rezar para estudiar
me resultaba estúpido. Rezar me cansaba y estudiar también. Rezar antes de
estudiar era como correr algunos kilómetros antes de comenzar el Maratón. Es
estúpido, ¿no?
Era un sinsentido. Pero de esos hay muchos en las escuelas
religiosas. Si se hubiera tomado en cuenta mi opinión, habría estudiado en otra
parte. Pero no fue así. Mis padres, en contubernio con mis abuelos, lo
decidieron. Y no sólo eso, también fueron ellos los que eligieron mi religión,
mi nombre y hasta mi equipo de futbol.
Con el fut la tenía ganada, pues es un deporte que no disfruto y
el equipo me da lo mismo. No es más que una playera para mí. Con mi nombre pasó
algo similar, me da igual; después de años de escribirlo y escucharlo, me he
acostumbrado a él y hasta le agarré cariño. Además, en el tiempo que sucedió lo
de la prueba, ignoraba que la opción legal de cambio de nombre existía —mis
opciones están limitadas por mis conocimientos y mi ignorancia. Es más, hasta hubiera
soportado que eligieran mi religión, pero que la mezclaran con mi educación me
resultó insufrible.
Desde el preescolar
viendo hábitos y sotanas. Los primeros colores que aprendí a reconocer fueron
el amarillo y el blanco de un pedazo de tela que había en cada salón. Después
supe que se trataba de la bandera del Estado Vaticano. Los niños normales
hacían páginas de su nombre para practicar caligrafía, nosotros practicábamos
con el Padre Nuestro. Antes de aprender fracciones ya sabía lo que era un
pecado y los diferenciaba entre original y actual, y sabía que éste último se
dividía en dos tipos, el venial y el mortal. No, no tuve una infancia normal.
Si es que se me permite usar ese adjetivo, pues en lo personal considero
seriamente, que lo “normal” no existe.
Tampoco tuve una educación normal.
No sólo se trataba de rezar antes de clase y de los exámenes, se trataba de
cero Teoría de la Evolución: que las clases de biología comenzaran con el
Génesis (de la Biblia) se me hacía sospechoso. Y que no se me malinterprete, a
mí me gusta mucho La Biblia, es un Gran Libro; pero uno al fin. Es un libro
entre otros muchos, mas no El Libro por encima de todos los demás.
Por cierto. ¡Los libros! La biblioteca carecía de una buena
cantidad, pues, como dictaba el Index[1] Papal, hay libros que al leerse
automáticamente se gana la excomunión. Y ¿qué significa eso? Significa que en
la biblioteca no podías encontrar libro alguno de Erasmo de Rotterdam o de
Giordano Bruno, ninguno de Descartes, Hobbes o Hume; nada de Diderot, Balzac,
Zola, Rabelais, Bergson ni Sartre, por su puesto. Y menciono estos porque son
los que me interesaban aunque el index es más amplio. Pues también faltaban
Kant, Rousseau, Pascal, Copérnico, Comte, Victor Hugo, algunos de Dumas (padre)
y varios de Dumas (hijo); Flaubert, uno que otro libro anónimo como “El
Lazarillo de Tormes” y, obiamente, Donatien Alphonse François de Sade, mejor
conocido como el Marqués.
¡Y a eso le llaman educación!
¿!Creen que esa es formación para un Ser Humano alejado de
grandes obras e ilustres personajes!?
Farsa la llamo, más que Educación. Deformación más que
Formación.
Desde la guardería
hasta la prepa en escuela religiosa. Fue así hasta la prueba.
Era una prueba final, creo. Era de trigonometría, creo. Era el
examen final de primer semestre de preparatoria. Yo estaba cansado de la escuela.
En las laicas cambian de grupo cada nivel. Era imposible que tu grupo de
primaria fuera el mismo que el del kínder y el de la secundaria era otro que el
de la primaria; en mi escuela pertenecí al mismo grupo sin grandes cambios
desde kínder hasta prepa.
Y digo “mi escuela” aunque en los hechos ella no era mía, yo fui
de ella.
Estaba deprimido. No me consideraba a mí mismo un buen católico;
y eso me ponía peor. La culpa, ese imponente e imparable motor y verdugo
omnipresente, no me dejaba en paz. Ignoraba en qué momento La Cruz me hizo su
esclavo con la espada de La Culpa. La Iglesia me tenía de los güevos. Y hablo de
la Iglesia pues con ella fue con quien rompí; me costó mucho entender que Dios
puede ser otra cosa diferente a la Institución Eclesiástica, al Comercio de
Almas. Dios no es patente de las religiones, de ninguna. Y pude descubrir esto
a partir de la prueba.
El sacerdote que
nos impartía las lecciones de matemáticas era anciano y gustaba por jalar las
orejas de sus alumnos hombres, a las mujeres casi ni las pelaba. A ellas, a
todas indiscriminadamente, les decía Evas y a nosotros Adanes; esto hacía la
clase más insoportable que las demás, por lo menos en las otras me llamaban por
mi nombre. A pesar de todo, no explicaba nada mal y hasta podía pasar por
excelente profesor si lograbas estar sentado, sin moverte ni hablar y poniendo
atención durante toda la clase.
Yo, por varias razones (depresión, hartazgo, anticatolicismo),
reprobé las evaluaciones parciales y debí presentar examen final, que se
conformaba por todos los contenidos y temas del curso; eso significó un
problema pues en mi cuaderno sólo había dibujos de cruces de cabeza y ningún
apunte.
El plazo fijado para la fecha del examen final se aproximaba y a
mí no me preocupó estudiar. Estaba desganado, abúlico.
Pero bueno. Un estudiante siempre tiene las mejores razones que
explican su mal desempeño escolar. A punto de reprobar mi primer examen final
en la vida y sin ninguna preocupación.
En vez de estudiar se me ocurrió hacer volantes y algunos
carteles con el encabezado “¿Dudas de la existencia de Dios?” y abajo en un
texto breve explicaba que yo podía demostrar que existe con una sencilla
prueba: mi examen final: yo rezaría toda la semana previa a mi examen
entregándome a Dios por completo, pidiendo por mi aprobación y explicándole que
para demostrar su existencia, tenía que ayudarme a aprobar el examen, si
reprobaba Dios no existe, si aprobaba Dios existe. Era simple. Todo fue una
travesura. Yo sabía que reprobaría, era un hecho y lo mejor que se me ocurrió
fue arrastrar conmigo al pobre Dios.
En la escuela hubo dos reacciones opuestas, entre los
estudiantes revuelo y entre los profesores nada. Creo que la Institución no
sabe reaccionar a ciertas circunstancias. Toda la semana estuve en la capilla,
ningún día recé; excepto tal vez el último. Pensé que si yo fuera Dios;
pensamiento herético, de por sí; me molestaría mucho que un escuincle güevón me
metiera en sus bromitas y na’más pa’queselequitara
le haría una gran maldad, una Divina Maldad.
La idea de la Venganza Divina me había puesto nervioso; es más,
comencé a planear una sesión desesperada de estudio exprés durante toda la
noche con la intención de no reprobar mi examen y así evitar la Furia de Dios.
Más me valía pasar ese examen y después ofrecer disculpas a Dios.
Eso pensé en la
capilla de la escuela el día anterior a mi examen que ni yo ni Dios
aprobaríamos.
Estuve a punto de salir corriendo a estudiar. Pero, conservé la
calma. Me di cuenta que todavía podría pasar ese examen, pediría apuntes me
desvelaría y esforzaría; podría hacerlo; hasta podría intentarlo sin estudiar,
no sería la primera vez. Eso me tranquilizó tanto como para quedarme en la
capilla; hincado, respiré profundamente y al exhalar dije susurrando con
suavidad, “Dios, yo tengo más oportunidad
de pasar ese examen sin estudiar que Tú de demostrar Tu existencia. Es más: el
simple hecho de que existan escuelas como ésta demuestra que Tú eres una
invención, grande, hermosa, increíble pero irreal” Luego me persigné
mientras una sonrisa deformaba mis labios, salí de la capilla y me fui a mi
casa; vi algunas películas, dormí muy bien y al día siguiente estaba listo para
la prueba; sin estudiar pero muy tranquilo.
Le había temido a
Dios por última vez, mi camino a la libertad estaba trazado, únicamente faltaba
consumarlo.
El día del examen
final me levanté, fui a la regadera, desayuné y salí a la calle como siempre
hacía. Me encaminé, como todos los días desde hace años, a la escuela;
demasiados para una persona tan joven.
Todo parecía un día normal excepto que el Padre Director estaba
de pie junto a la entrada del edificio. Saludaba a alumnos y padres de familia.
Cuando pasé a su lado me saludó muy efusivo. Yo seguí mi camino, algunos
compañeros no dejaba de mirarme, alguno me preguntó sobre cómo me sentía, sobre
si había estudiado o no, yo agradecí el interés. Luego supe que ni yo ni mi
prueba, y menos la existencia o inexistencia de Dios les importaba, los
preguntones habían organizado apuestas a cerca del resultado de mi examen. Su
interés era real, era un interés económico. He aquí a los verdaderos católicos.
Al llegar al salón, casi lleno; mate es de las que más se
reprueban; me informó el aplicador de la prueba que no podía ingresar, que a mí
me tocaba presentar mi examen en la dirección, que el mismo Director sería el aplicador.
Yo pregunté el porqué. Me respondió que hablara con el director. Pregunté a
cuántos estudiantes les aplicaría la prueba el director. Contestó que le
preguntara a él, que me dirigiera a la dirección, que me estaba esperando en su
oficina. Eso me puso muy nervioso pero igual decidí caminar rápido para llegar lo
antes posible. El resto de los aplicantes al examen se me quedaron mirando como
si yo fuera un desahuciado, como si fuera al paredón o al patíbulo. Yo me
estaba cagando en las patas, y lo digo en serio, camino a la dirección tuve que
hacer una parada para hacer del cuerpo.
Una vez hecho lo
necesario llegué a la dirección, “Buenos días, ¿el director?” le dije con voz
quebradiza a la monja-secretaria. Ella se levantó en silencio y me abrió la
puerta de la oficina principal a la vez que hacía seña de que entrara. Entré y
el director, levantándose de su silla me recibió con seriedad, me dio un lugar
en su escritorio en una silla comodísima y, sin decir nada se me acercó, me
tomó de las manos y rezó. Era la oración que siempre se acostumbra previo a los
exámenes. Me dio un lápiz, el cuadernillo de preguntas, la hoja de respuestas,
una goma, una calculadora y dijo “yo estoy afuera por si tienes alguna duda o
quieres ir al baño” Luego salió de su oficina dejándome sólo; al cerrar la
puerta tras de sí alcancé a ver que sonreía.
Leí las preguntas, entendí muy pocas y de todas las entendibles
ignoraba las respuestas correctas. Escribí mis datos, nombre, grupo, fecha y,
cuando comenzaba a responder la prueba, un escalofrío me paralizó. Yo no
estudié, por lo que ignoraba todas las respuestas correctas, así que
respondería al azar; pero y si ¿por azar aprobaba el examen? Eso probaría que
existe el azar, pero para los necios significaría que Dios existe.
Tenía un gordo problema en las manos.
Lo pensé con calma y decidí entregar el examen en blanco. Pero
entregarlo sin responder era trampa, le estaría anulando a Dios la posibilidad
de demostrar su existencia; además alguien
podría responderlo por mí y sacar hasta 10 de calificación.
Concluí resolver el examen intentando responder correctamente lo
que pudiera, lo demás al azar. Sabía que el azar jugaría a favor de Dios, pero
me pareció justo. Al final, si por accidente aprobaba el examen, lo único que
tenía que hacer era aceptar públicamente la existencia de Dios. En privado
sabría la verdad.
Me relajé, salí de la oficina a pedir agua. Regresé y me
dediqué, concentrado, a mi prueba final. Tardé poco menos de dos horas en
resolverlo todo. Lo entregué al director y fui a casa a esperar los resultados.
Normalmente los
resultados de los exámenes finales aparecían pegados al muro más grande del
patio principal en hojas tamaño oficio organizadas en dos columnas; la primera
para los nombres por orden alfabético y en la otra las calificaciones con
número.
Cuando me acerqué buscando mi apellido paterno mis compañeros
que ya estaban ahí me miraban sonriendo, como burlones. Al llegar al muro me
sorprendió mi nombre, estaba en una hoja a parte, fuera de todo orden
alfabético y de un tamaño mucho más grande que los otros nombres, la
calificación no tenía número, sólo se leía la palabra APROBADO.
¿¡Aprobado!?
!Aprobado!
Era un milagro. Tenía que serlo
Primero me sentí molesto, pero luego casi feliz, ¡pasé el puto
semestre! A esas alturas ya me daba igual la existencia de Dios. Que la gente
crea lo que quiera que yo haré lo mismo. Lo que me deprimía un poco era
regresar el próximo semestre a la misma escuela y al mismo grupo. Y hubo una
molestia; en realidad fue una duda que metamorfoseo en molestia: de verdad ¿pasé
el examen?
No podía quedarme así y no pude. Fui a la oficina de
evaluaciones a solicitar el trámite de revisión de examen. La secretaria no
quiso darme la solicitud, llamó al director y éste me llevó a su oficina para
explicarme que no se podía revisar mi examen que por que había desaparecido y
que así eran los milagros. Yo puse cara de sorprendido y me retiré, no insistí
en recuperar o revisar mi examen pues me habían despejado todas mis dudas, la
dirección de la escuela se hallaba detrás de todo, quizá ni revisaron mi examen,
solo me aprobaron pues había mucho en juego para ellos. No se trataba de ningún
milagro, era otra treta de la Iglesia; una más.
Las vacaciones
intersemestrales pasaron sin pena ni gloria, no recuerdo cómo logré negociar
con mis padres que si obtenía buen promedio y buena conducta durante la prepa,
podría elegir mi universidad y, lo más importante, mi carrera. Mis abuelos no
estuvieron de acuerdo, de hecho dejaron de tener contacto con mis padres. Hasta
hoy ignoro la causa.
Volví al segundo
semestre de la preparatoria con bríos renovados. Mi travesura de la prueba
estaba en el olvido. Todo iba bien hasta la ceremonia de inicio de semestre. A
media oración en la que todos los estudiantes rezaban por su educación yo me quebré.
Estaba partido en dos; dividido. Uno era el que sabía la farsa de la escuela y
que Dios no existe, el privado; mi otra parte, la pública, fingía rezar. Me di
asco.
Estuve muy de malas las primeras semanas hasta que las fechas de
las evaluaciones parciales me dieron una idea tranquilizadora, un camino hacia
la salvación. Justo como el semestre pasado hice algunos carteles y redacté un
volante. En ambos explicaba mi conversión y entrega absoluta a Dios, conversión
y entrega qué Él había aceptado al ayudarme a pasar mi examen final de
trigonometría, y que para demostrar mi Relación Divina, yo, como estudiante,
había decidido no estudiar más en ninguna materia. De todas formas Dios me
haría aprobar no sólo mi segundo semestre, sino no toda mi preparatoria. Al
igual que el Profeta Daniel en el foso de los leones, sólo que acá los leones
tenías alveolos y opciones múltiples, y no garras y hambre.
Al día siguiente
mis padres recibieron una carta anunciando mi baja escolar con una explicación
rebuscada sobre la imposibilidad de reembolsar las colegiaturas del semestre
que habían pagado por adelantado.
A la semana siguiente estaba matriculado en una prepa pública y
laica, pero en primer semestre. El examen de colocación lo reprobé. Al parece
el nivel académico de la pública es más alto que el de la religiosa. Estaba
feliz. No había curas, monjas, rezos, ni capilla en mi nueva escuela, seguían
faltando algunos libros en la biblioteca, pero la razón era el presupuesto, no
la censura vaticana. Pero lo mejor de todo fue mi grupo, conformado por alumnos
y alumnas que en mi vida había visto y ninguno se llamaba Adán o Eva.
@aleljndr
@MomentoSonoro
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