Por: Felipe Argenti (Seudónimo)
Primer tiempo : Aprendiendo a
morir (0:0 Hrs)
Eran exactamente las doce de la noche
cuando oí el primer golpe. El último segundo cayó guillotinado entre los filos
de las dos manecillas del reloj. El cesto de los tiempos estaba casi lleno.
Hecho trozos quedaba el pasado. El segundo inmediato aún se retorcía -como
serpiente agónica partida en dos- recién cortado por la vara aún verde de la
vida. ¡Cómo sigamos así muy pronto acabaremos!-pensé sin interés-. Estábamos
muy ciertos que el final era cuestión de tiempo. Los últimos cinco años todo
fue más aprisa: La guerra de Afganistán, Irak, El Líbano, sus muertos diarios;
La amenaza a Irán, el sitio a Colombia, el saqueo argentino; las denuncias
constantes de los líderes de Cuba y Venezuela contra el imperio yanquee, la
amenaza constante entre Putin y Bush; la traición del foxismo mexicano al pacto
de las sangres, el populismo obradorista a toda vela, con la izquierda al
costado y el hijo de “Mi General Cárdenas” haciéndole cosquillas por la
derecha; la nueva geopolítica que nos reubicaba las querencias; el fraude
electoral, la represión al pueblo. Sí, todo iba muy deprisa. En cualquier
momento estallaría la guerra y entonces, se acabó. Los diarios comentaban la
existencia de un arsenal nuclear inconcebible. Solo entre los tres más grandes
del planeta tenían el ochenta por ciento del plutonio y la mejor tecnología
para desbaratarle los amarres al átomo. Y el hombre, este hombrecito post
moderno, acostumbrado al juego y al Big Brother, a nutrir su conciencia con los
payasos de la TV, Brozo y Adal Ramones, no necesitaba más para acabar. ¡Bah!
–Pensé para mí mismo- nada me importa todo lo que pase. De todos modos un día
moriremos. De todos modos alguien empezará otra vez y dará vuelta a esta rueda
infinita que es la vida.
Eran las doce y un minuto cuando escuché
el segundo golpe. Como madera vieja azotada sobre el piso, cayó roto el
segundo. No quise saber más. Me coloqué las orejeras y el antifaz de seda y
eché llave a mi ser, por dentro y a dos vueltas de cerrojo. Lo que iba a
suceder sucedería, lo oyera o no lo oyera, lo viera o no lo viera. Nadie podía
impedirlo. Después soñé y soñé, y tuve pesadillas el resto de la noche.
Segundo tiempo: El comedor (01:
00 Am)
La cuchara se movía inquieta en la sala casi vacía de la
olla de los frijoles. Los aprovisionamientos habían escaseado. En la vieja
familia de servicios había disputas ideológicas, pues los partidos políticos
habían enfrentado a padres contra hijos, a hermanos contra hermanos, tensando
las relaciones en el intrincado tejido social de los utensilios. Los tenedores
se habían puesto en huelga, pues con los cambios al ISSSTE, al IVA y a la Ley
Laboral, la gran variedad de víveres que antes componían la despensa se habían
reducido a unos cuantos: dos, a lo más tres: tortilla, frijol y de vez en
cuando algún aderezo, como salsa de chile macho, un entomatado sin sal o un
pedazo marchito de lechuga.
De las tazas ni hablar, hacía tiempo que
no probaban el café con crema cotidiano. Por eso, sin pretender ser unas
“modelos de cafetería”, poco a poco estas damas de clase media fueron
adelgazando. El proceso dietético fue rápido: primero les quitaron la crema,
después el azúcar y finalmente el aromático y amargo café veracruzano, quedando
solamente el agua tibia, que en poco tiempo terminó siendo repudiada por
nuestras famélicas amigas.
Solo a los vasos les iba bien, siempre
frescos y rozagantes, porque a Dios gracias, hasta ahora el agua no había
escaseado. A los inflados vasos no les cabía en la cabeza que la tercera guerra
mundial fuera a ser un conflicto ocasionado por el agua. Para ellos todo era
abundancia, pues nada les faltaba. Nadie quería a los vasos, por eso cuando uno
de ellos se enfermó de parasitosis por la falta de cloro en sus haberes, o
cuando otro se murió de cáncer por una sobredosis clorhídrica, la mayoría de
los trastos de alacena no se lamentaron lo más mínimo. La única que siempre
estaba triste era la caja de palillos: ¡ya no había excedentes! Y sus fauces de
hiena ya no podían desgarrar las pútridas carroñas. Sus puntas hambrientas y
desnudas amenazaban al mundo entero. Lo bueno era que en la cocina nadie se
daba cuenta: todos andaban políticamente ocupados, peleando por la Democracia
con Mayúsculas.
Tercer tiempo02: La pesadilla
(02:00 Am)
Eran dos demonios fuertes, como los
luchadores de sumo. Lo despertaron de su sueño forcejeando porque, de ser tan
plácido, lo convirtieron en angustiosa pesadilla. Iban duro contra de él, uno
tras otro y los dos juntos. No los podía vencer, pero al menos los contuvo al
despertarse antes que le descoyuntaran la existencia. Un ángel conmovido vino y
movió su hombro. Se despertó angustiado y sudoroso, incrédulo de estar aún con
vida.
Mucho le habían dicho que no hiciera caso a sus pesadillas.
Que los sueños eran sólo eso, sueños y nada más. Pero él no estaba convencido
que así fuera. Y cada día lo estaba menos, pues la última vez que se soñó
muerto y casi desnudo, guardando su ropa para la siguiente encarnación, al
despertar se dio cuenta que realmente estaba sin camisa; sus brazos y su pecho
congelados le dolían, como si hubiera sufrido la mayor afrenta. El sueño se
repitió dos veces, lo cual era un indicio- según él- de su veracidad y de la
redondez del tiempo. Dos veces pidió auxilio a dos viejas amigas para que le
arroparan su dolor. Las dos veces sus amigas le fallaron: como siempre en su
vida fallaron las mujeres, preocupadas y ocupadas en sus pequeños egoísmos, lo
abandonaron a su ingrata suerte. Pero eso no le importaba, pues ya estaba
acostumbrado a su abandono. Sin embargo, le angustiaba que se fuera adelgazando
la frontera entre lo real y el sueño, reduciéndose a un fino y transparente
velo. A veces desesperado y venciendo sus miedos, apagaba la luz para dormirse,
pero en sus ojos quedaban bien prendidos los focos del insomnio. Los desvelos
lo estaban acabando. Últimamente había adelgazado algo así como seis agujeros
del cinturón, los ojos se le hundían avergonzados en unas cuencas prominentes;
sus famélicos brazos daban la impresión que con un pequeño testereón se harían
astillas; muy poca era su fuerza, quizá por eso no pudo controlar a los
demonios. Pero al despertar, sacudido por su ángel salvador, logró dejarlos
fuera de su sueño. Luego cerró la puerta y pensó ya más tranquilo: ¡Quizá no
sean tan fuertes! ¡Quizá sean vulnerables como yo! ¡Tal vez tengan insomnios
como yo! ¡Y hasta puede que sean parte de mí! ¡Seguramente también ellos tienen
miedo! ¡Mucho miedo como yo!
Cuarto tiempo: Una mala mujer
(03: 00 Am)
Cuando llegó a su casa la encontró
tirada en el sofá. Como si estuviera en su propia cama. Al parecer dormía, pero
no estaba en paz. Porque sus ojos, aunque cerrados, se movían debajo de sus
párpados. Su hermoso pecho de nube acariciante, de vez en cuando delataba algún
asalto, señal inconfundible de un corazón agobiado por la angustia. Así pasó
dormida varias horas, lo cual le dio tiempo a él de analizarla, de verla bien,
de escudriñar uno a uno sus rincones. ¡Pobre mujer! –Pensaba conmovido-,
cualquiera que le vea la tomará por una pordiosera o una prostituta devaluada.
Sin embargo, cuando se despertó lo hizo con autoridad y garbo, exigiendo sus
fueros como si se tratara de una dueña. ¡Decía ser su conciencia! El no creyó
en su dicho, pero tampoco descartó la idea que así fuera. En todo caso, para no
equivocarse, procuró formarse un juicio benigno de su huésped. Los inferiores
siempre son viles y serviles con los de más alcurnia. Y él, a pesar de ser el
anfitrión, se sentía acomplejado ante la dama. ¡Soy tu conciencia! – le dijo
varias veces-, luego sin esperar respuesta, se volvió a quedar dormida como antes.
¡Él sólo la miraba intrigado y confuso! Ya cuando se cansó de verla, la arropó
con la sábana, dejándola dormida en el sofá. Sacó de su librero un viejo tomo
de Federico Nietzsche, uno que había leído en sus primeros años de aprendiz de
filósofo, después que se casó con Altagracia. En su boda un amigo le predijo:
“cuando un hombre se casa con una mujer buena se hace bueno y cuando lo hace
con una mala se vuelve filósofo”. Y se volvió aprendiz de filósofo. Y en sus
infortunios de pensador y amante incomprendido, Nietzsche le confortaba. Le
fascinaban las lapidarias sentencias de aquel nazi, que ufano proclamaba: “El
guerrero aún en tiempo de paz, si no hay enemigo contra quien pelear, se
precipita sobre sí mismo”. O las baudelarianas de café, como la que decía: “Hay
ciertas mujeres a las que no se las quiere porque, como la cinta de la legión
de honor, se han ensuciado con ciertos hombres”. El dandi aquel burgués y
renegado, de ascendencia maldita por derecho, era su confidente. Junto con
Nietzsche compartían sus desdichas. Sus almas trigemelas de infortunios siempre
se comprendieron. ¡Ahora caía en la cuenta! ¡Ahora sabía por qué aquella mujer
le daba nauseas! Y aunque fuera –como dijo ser- su conciencia, no se podría
quedar a acompañarle. Tendría que irse, un dandi como él, jamás aceptaría sus
bajezas. No tomaría a una cualquiera como amante. Ya lo había decidido: ¡la
echaría a patadas tan pronto despertara! No, no lo haría. Después de todo él
era un caballero. Y aunque la loca aquella le fastidiaba diciendo que ella era
su conciencia, seguía siendo una dama. Pero sí le diría sus verdades. Fue a
buscarla a la sala. Aún seguía tirada en el sofá. Después de varias horas no se
había despertado, continuaba dormida a pierna suelta, sosegada y segura de sí
misma. ¡Quizá! –pensó malignamente- ¡Quizá estuviera muerta! Seguramente no.
¡Eso sería demasiada buena suerte!
Quinto tiempo: Las palabras
(04:00 Am)
Cuando las encontró tiradas en el piso
no eran muchas. Las dejó en una hoja doblada, metida entre las páginas de un
libro de Ionesco. Las guardó para usarlas después en algún cuento. O quizá lo
hizo únicamente por tener algo propio: ¡para ser propietario! Para que al menos
una vez, animados por sus propiedades le llamaran “Don”. Para que las malas
gentes no siguieran pensando que solo era un vago improductivo. Quizá las
recogió por sus prejuicios. Por eso las guardó. Pero mientras pensaba todo lo
que haría con ellas, comenzaron a irse. Salieron por el canto más abierto del
tomo II del teatro del absurdo. Salieron sin permiso una tras otra, prófugas
silenciosas, como amantes discretas, que no saben que han sido descubiertas. Él
vio cuando se fueron. Pero dejó que siguieran su camino; pensó: tienen derecho
de ser libres, a decir lo que quieran, donde quieran. Y así se fueron yendo una
a una. Al final sólo quedaron unas cuantas retrasadas, dormidas en la hoja.
Eran las más pesadas, las más flojas. Y aunque al despertarse le suplicaron de
rodillas, que las dejara ir tras de las otras, las encerró entre líneas. ¡No las
perdonaría! –se dijo convencido-. Se quedarían con él eternamente, a cadena
perpetua condenadas. Después las fue sacando una a una. Las formó en fila
india, les pidió que contaran sus desdichas. Asustadas, con miedo confesaron
sus penas: “El hombre no comprende -le dijeron-. Los únicos empáticos son los
espejos/ Pero no tienen alma/ Aunque estampan al otro en ellos mismos/ No son
capaces de sufrirlo/ ni de amarlo/ De sentir su dolor en carne propia/ Por eso
aunque lo aceptan lo rechazan/ En cambio este hombre es opaco/ duro como la
piedra/ como el granito más templado que el acero/ También es movedizo/
Escurridizo como la serpiente/ Huye de sí arrastrando sus vergüenzas/ No se
conoce ni quiere conocerse/ Le espanta ver su rostro en el dolor del otro/ Ver su
mano en la herida/ como la propietaria del puñal/ Por eso a solas se desespera
y llora/ Y no puede escapar de su destino/ Víctima y verdugo de sí mismo/ Fénix
- Abraxas redivivo/ ¡Pobre hombre!/ Tan lejano de Dios y tan escaso/ de buena
voluntad para su prójimo/ Al que jamás entiende/ En el que muere”. Eso dijeron,
y luego se callaron para siempre.
La serpiente se deslizó sobre la
almohada, se enroscó en el cuello del durmiente, presionó más y más hasta que
abrió los ojos dando vuelta a su cara. Entonces vio en su vaho: ¡la neblina de
la madrugada cubría la ventana que daba a la conciencia de los otros! ¡Todo
estaba empañado! ¡Aún no amanecía! ¡Quizá jamás amaneciera!
Sexto tiempo05: Sigue la luz
(05:00Am)
Por fin la mujer se despertó. Siguió
diciendo que era su conciencia. ¡Que ella y él eran inseparables! Que no
existió ni existiría jamás una pasión tan grande como aquella. Que lo amaba
tanto como él a ella. Él sólo la miró. No le hizo mucho caso. Imaginó que
estaba delirando, que todavía no estaba bien despierta; o de plano que había
enloquecido.
“Ella siguió diciendo: -Te soñé: Soñé que íbamos caminando
por el campo. Que había maleza y muchos árboles -¡era como en la selva!-
Caminábamos juntos, de la mano. De pronto, cuando el bosque se hizo más espeso,
te adelantaste y te perdí entre la maleza. Y corriendo hacia lo espeso me
decías: ¡sígueme! ¡Ven conmigo! Pero tuve miedo de hacerlo, aunque quería
seguirte. ¡Y desapareciste! Ya solo oía tu voz. Entonces te busqué
ansiosamente, pero no te encontré. Tu me dijiste: Sigue la luz... Y tu voz se
fue haciendo más débil y lejana. Luego todo calló, quedó en silencio. Después
volví a soñar: Estabas en un bar con mucha gente, fumando y tomando con amigos.
Me acerqué a ti. Pero tú no me hablaste: ¡Como si no me conocieras! Pensé que
no eras tú. Ahí fue donde me rompiste el corazón.
Fueron sólo dos sueños; por ellos
comprendí que nos habíamos perdido el uno al otro. Al despertar pensé que
estabas en problemas. Me llegó la nostalgia y quise hablarte: ¡Quería verte! Pero
mi teléfono se perdió o se descompuso (no recuerdo) y no te hablé. Luego me fui
muy lejos”. Fue lo último que dijo y se calló. ¡El solo la miraba! ¡La miraba!
Después de aquello ya no la volvió a ver. Ni la buscó. ¿Para qué? El pasado era
pasado: ¡ya no era! La nostalgia –pensó- nos droga y nos engaña, nos nubla la
esperanza para que perdamos la ilusión. ¡Es muerte pretendiendo ser la vida!
Séptimo tiempo06: El regreso
(06:00Am)
Antes de regresar, todo le daba vueltas.
Se despertó sobresaltado porque, pese a las orejeras, escuchó el canto de los
gallos ¡era un canto muy bello! Alguien en la ciudad había instalado una granja
en su azotea. Tal vez fueran gallos de palenque, finos y de pelea. Quizá eran
gallos aliquines. Sabe Dios lo que eran, pero lo cierto es que cantaron, y con
el canto despertó el pasado:
Bajo del antifaz abrió los ojos sintiendo que
era un niño, que aún estaba en su pueblo de hacía cincuenta años; que había
llovido y escuchaba el agua del arroyo escurriendo por las piedras tristes después
de la tormenta. Creyó que el mundo continuaba siendo el mismo de los tiempos de
“mi General Cárdenas”, que su único hijo legítimo aún no renegaba de su casta.
Que no había ruido de autos, ni de fábricas, sino el rebuznido de mulas y de
burros en el patio de su casa. Que no existía el fastidioso checador de la
oficina, ni el jefe imbécil dispuesto a descargar sus frustraciones sobre la
dignidad de sus subordinados. Es más, creyó que él no era él; que su saco y
corbata de burócrata realmente no existían, que no los traía puestos, que eran
tan solo una trágica ironía, una camisa de fuerza colocada a un loco de alguna
de sus pesadillas. No, no podían ser verdad el traje y la corbata cotidianos
que siempre le humillaron, convirtiéndolo en algo que no era: un ridículo
empleado de ciudad. Porque él –a mucho honor- era un montañés de corazón. Le
gustaban la altura y el pecho al aire libre, el fuego de los rayos del sol
sobre su piel. Siempre amó las alturas y la luz. Pero no soportaba el
precipicio de aquel gran edificio de mal gusto. Su inmenso abismo lleno de
humo, le daba vértigo. Aunque cerca del cielo -¡en el 20 avo piso!- ahí solo
respiraba el humo de las fábricas y el rancio mal humor del jefe superior. Sí,
a él siempre le gustaron las alturas, pero de la montaña, de los azules sueños
- más allá de las nubes- que nunca se cumplieron.
Le gustaba la cima de los ideales que
guardaba escondidos muy adentro, porque si los veían los “superiores”, seguro
lo echarían por sospechoso, por terrorista o adicto peligroso. Sí, las alturas
que amaba, no eran las del puesto que seguía en el escalafón. Ni, las de una
“buena posición”, que tanta suerte daba a los idiotas con las mujeres fáciles,
que a él no le gustaban. Definitivamente nunca estaría de acuerdo apostado en esas
cumbres.
Ahora, ahí en su cuarto despierto por
los gallos (ya fuera de su sueño), pensaba que no había por qué alegrarse. Ya
el pasado no era. Ya no estaba en su tierra, ni en su infancia. Definitivamente
los gallos de azotea se confundieron. Cantaban a la aurora, pero en su vida aún
era de noche. Sin embargo, el sueño se le fue con ese canto y aún con ese frío
tendría que levantarse. Siempre le fastidió seguir echado después de
despertarse. Se puso las sandalias, abrió el cajón de todos sus delitos, tomó
el sobre del polvo de los sueños y fue al baño. Con suma precaución le cortó un
borde: Una, dos, tres pasadas y ya estaba. Inhaló el aire fresco de la dicha.
Se asomó una vez más a la ventana. Se acomodó al espejo: Atrás de su mirada de
agua plata, un demonio reía malignamente. Luego, en el otro lado de la luna,
Hugo Chávez clamaba ante la O N U: ¡Huele a azufre señores! ¡Huele a demonio!
¡Aquí estuvo “el amigo”... Cubriéndose la cara con las manos, un grupo de
cristianos sonreía. La asamblea concluyó, todos estaban de acuerdo con la
política neoliberal; no había ningún problema entre los hombres. Globalizada la
democracia americana ya era real: sin comida todos morían de hambre por igual.
Sadam era ahorcado indignamente, El mundo dio otra vuelta como siempre. Encima
del ovoide un dragón echaba humo por la boca complacido. Las volutas eran muy
semejantes a los hongos atómicos de la segunda guerra.
Desde su cuarto oyó el segundo canto de
los gallos. Los demonios del sueño habían enflaquecido y observaban al hombre
de los polvos con temor, esperando su clemencia. La mujer del sofá se había
marchado. El espejo dejó de ser espejo: ¡Ahora era una nueva pesadilla!, ¡el
sueño de otro sueño! Volvió a cantar el gallo: ¡fue la tercera vez! El hombre
de los polvos cubrió su rostro y lloró su cobardía. Un soldado romano azotaba
en el Vaticano la espalda de su amigo que sería sacrificado por su culpa. Del
tejaban azul negro del cielo, cayó el reloj del infinito y rodó por el suelo.
Deshecho en mil pedazos, llenó con sus instantes la alfombra de la noche.
El alba despertó. Reptando a la salida
de la casa, escapa la serpiente asustada por la luz. El bunker de cristal,
donde el hombre de los polvos se esconde de sus miedos, se ha iluminado. La
madrugada agónica ya muere.
Quedamente y sin prisa, ante el amanecer
del nuevo día me desperezo, tomo el cesto del tiempo y empiezo a recoger cada
segundo llenando los minutos y las horas. Y para que no se pierda ni un
instante, mojo una servilleta con vinagre y la adhiero a la alfombra que
esclarece. El tiempo fino se pega complacido al beso del papel humedecido.
¡Parece que tuviera la sed de muchos días!
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