Mi abuelo
paterno perteneció al Sindicato Ferrocarrilero en su época de oro. Al llegar a
la Ciudad, muy joven, trabajó de telegrafista, sólo sabía leer y un poco de
aritmética; comenzó de correveydile en la oficina, lleva y trae recados; luego,
supongo que haciéndose confiable a los empleados de Telégrafos de México, le
comenzaron a encargar el almuerzo de una fonda cercana a la Estación
Indianilla. Tortas, comidas corridas, tacos y caldos de gallina. Con las
ganancias comienza a bien establecerse en la Ciudad de México; con los ahorros
de repente viaja a su pueblo a ver a su madre y llevarle vestidos de la Ciudad
y a darle un poco de dinero; mi bisabuela que nunca conocí, de la que se cree
que el abuelo heredó la costumbre de la disciplina.
Doña María
Flor Ricardez, Secretaria en Jefe de la Oficina de Telégrafos de México ve en
el abuelo inteligencia y dedicación. Le regala El Manual Práctico del
Telegrafista y del Telefonista, de un tal De Graffigny quizá por justicia
social, quizá porque ve en él al hijo que nunca tuvo y así sublimar su
maternidad insatisfecha o su inconfesable inclinación hacia lo edípico. Quizá
sólo por ayudar, por buena gente. El manual, un libro ya viejo para la época,
todavía anda en los libreros de la casa del abuelo; creo que lo atesoró siempre
como el símbolo de la ayuda que recibió, supongo.
—Tome joven.
¿Sabe leer?
—Sí.
—¿Le gustaría ser telegrafista?
El abuelo toma el manual estirando la mano y con mirada de sospecho mientras lo sopesa, como hace con el jitomate para verificar si el kilo está completo cuando lo compra en el tianguis. Con desconfianza pregunta:
—Y ¿a poco
leyendo puedo ser telegrafista?
—Joven,
leyendo puede ser lo que usted quiera.
En esa época
era aún más raro que ahora que una mujer desempeñara un puesto de autoridad. Y
más fuera de lo común, con subordinados masculinos. Doña Mariflor debió
soportar mucha presión profesional y social, y nada mejoró la situación;
ayudaba mucho que a ella no le importara.
—La jefa te
quiere ver en la oficina. Ha de querer que le hagas un favor.
Le dijeron al
abuelo con malicia. Inmediatamente se apersonó frente a la puerta de la
oficina. Tocó.
—Pase por
favor.
Dijeron desde
dentro. La secretaria de Doña Mariflor le abrió la puerta, el abuelo entró y
ella cerró por fuera.
—Buenos días,
joven —le dijo Doña Mariflor detrás de su gran escritorio— ¿Cómo va el manual?
Habían pasado
apenas un par de semanas desde que le regalara aquel libro.
—Buenos días.
Ya me lo sé de memoria, señora Ricardez.
Y ella,
golpeando con los nudillos la mesa del escritorio:
— - - . -/. .
-/ . // -/ .- / - .// . - ./.- / . - - . / . . / . - - / - - - // . - - . / . .
- / . / - . . / . / . . . // - . . / . / . - . . / . / - / . - . / . / . - / .
- . —y el abuelo le responde:
— - / . - / - . // . - . / . - / . -
- . / . . / - . . / - - - // - . - . / - - - / - - / - - - // . - - . / . - / .
- . / . - - . / . - / - . . / . / - - -
—Perfecto.
Porque mañana será su examen. Si lo aprueba se convertirá en telegrafista en
ésta misma oficina. ¿Sabe llegar
al Sindicato de Telegrafistas?
—No.
—…Yo lo
llevaré… ¡ah!, y es Doña Mariflor, por favor.
—Perfecto. ¿A
qué hora nos vamos?
A Doña
Mariflor le encantó la tranquilidad del abuelo. Había pensado que intentaría
negarse o pretextar alguna ocurrencia. Pero no fue así. Esa actitud la hizo
pensar que no se había equivocado con el muchacho, joven, muy serio, de ojos
tristemente grises, de camisas muy planchadas pero el cabello nunca bien hecho.
Mirada relajante y parco en el uso de la palabra. Será bueno redactando
telegramas.
En la oficina
se la tragaron a chismes cuando llevó personalmente al abuelo a presentar el
examen para técnico telegrafista. Al finalizarlo, Doña Mariflor lo esperaba
sentada tras el volante de su auto entre el humo del cigarro, con El Segundo
Sexo entre las manos.
—No tardó.
—Fue fácil.
—¿Cree
aprobarlo?
—Todo lo
respondí bien.
—Perfecto.
Mañana comienzas a primera hora. Tendrás la estación 4.
—Pero hay que
esperar los resultados, ¿o no?
—No. ¿Para
qué si lo aprobó? —el abuelo guardó silencio—. Bueno, pues nos vamos. Como no
supiste llegar, menos sabrías volver.
Arrancó el
auto, tiró la colilla por la ventanilla y puso el libro sobre el asiento, entre
los dos. En el camino, después de un silencio, el abuelo le pidió un cigarro.
—No sabía que
fumaras.
—No sé fumar,
pero usted me lo antoja.
El abuelo
toma el libro y pregunta agitándolo.
—Y usted
¿por qué lee? ¿qué quiere ser?
Doña Mariflor
le responde sin mirarlo.
—Yo quiero
ser lo que soy, no lo que me han dicho.
Meses después
llegó el resultado aprobatorio del examen de telegrafista, pero le solicitaban
con premura que enviara los certificados de estudio de primaria y secundaria
que el abuelo no tenía; entonces, después de la oficina, en escuelas nocturnas,
presentó las pruebas para certificarse en los estudios básicos que llevaba a
medias. Ahí oficialmente terminó su educación, pero nunca dejó de leer, comenzó
con las novelas que Doña Mariflor le regalaba; él, por su parte, prefería
quedarse en la poesía y los manuales de ingeniaría que podía hallar en la
oficina. Se pasó a libros de historia y filosofía política cuando trabó amistad
con ferrocarrileros sindicalizados que lo invitaban a sus asambleas. Luego se
pasó a los libros de anarquismo cuando las asambleas no eran asambleas, sino
reuniones nocturnas con algunos pocos allegados confiables, bajo estricta invitación
y sin repetir sede, no se hablaban por su nombre de pila y con tantas otras
precauciones que parecerían exageradas de no ser por los temas y las decisiones
que se discutían y se tomaban.
—No mames. Tu
abuelo era anarquista.
—Creo que
todo el Sindicato Ferrocarrilero lo era en ésa época.
—Anarcosindicalista…
eso me explica muchas cosas.
—Más de las
que crees. Él me enseñó alemán y se hablaba en un idioma muy raro con sus
compañeros, diseñó su casa y la levantó desde los cimientos pegando cada tabique.
El muy cabrón era todo un autodidacta, parece que todo lo que sabía lo aprendió
sólo o en el sindicato, con sus amigos.
—Y yo sólo sabía de él que era alcohólico.
—¡Ah! Eso
también. Pasaba largas temporadas en las sierras de Oaxaca y Guerrero, incluso
en Sierra Maestra, la abuela sospechaba que andaba de guerrilla, ahora sabemos
que se la pasaba ahogado en mezcal y ron.
—O puede que
ambas.
—Podrías ser,
sí. El tipo era un misterio y muy extravagante… para mí que tuvo sus ondas con
la Doña Mariflor. ¿Te he contado lo de los gatos?
—No
—En la peda,
el señor salía a cazar gatos callejeros para cocinárselos a sus compañeros de
farra.
—¿Neta?
—Sí. Incluso llegó a agarrarle tanto el gusto que se dedicó a criarlos para consumo… para mí siempre será el alcohólico que bebía durante días con amigos a los que les preparaba de comer gatos.
—Creo que eres injusto con él.
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