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Fue en la infancia. Desde niño he tenido palabras favoritas. Simplemente me gusta cómo suenan. Tenía una lista. Aún la tengo. Crece y...

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Fue en la infancia.
Desde niño he tenido palabras favoritas. Simplemente me gusta cómo suenan. Tenía una lista. Aún la tengo. Crece y crece. Aunque últimamente he pensado en borrar una. Es de las más viejas, es de las primeras; estuvo desde hace muchos años. Cuando la agregué a la lista no sabía qué significaba. Es extraño, pues no recuerdo haberla oído ni leído en ninguna parte. Un día por la mañana ya la conocía y para antes del desayuno ya estaba apuntada. En esa época carecía de la manía del diccionario, así que podía leer, incluso usar palabras, sin conocer su significado. Lo primero que pensé fue que se trataba del nombre de algún lugar; quizá no de un país, me sonó más a una ciudad, una vieja ciudad que haya sobrevivido al dominio de varios imperios, reinos y tiranos. En esa ciudad no habrían inventado nada importante, o por lo menos no tendríamos registro de ello. Tampoco conoceríamos a ningún hombre ilustre como Arquímedes o Pitágoras. Definitivamente sería una ciudad pacífica, sin grandes generales incapaces de comunicarse con sus esposas ni con sus hijos, inútiles en tratar con sus vecinos, pero ambiciosos por conquistar el mundo; ser político, ahí, no sería profesión; los cargos públicos se ejercerían por sorteo y por tiempo indefinido, a la primera falla el encargado debería renunciar. Sería, sin duda, una ciudad de seres humanos. No habría biblioteca pública, todos tendrían en casa biblioteca y el préstamo de libros sería un fluir permanente. No habría libros prohibidos. Sus ciudadanos tendrían dos trabajos, ambos bien pagados; uno, necesario para la ciudad, el otro, necesario para el ciudadano, ambos elegidos por ellos mismos. El sueldo sería el mismo para todos. En la ciudad no existiría la propiedad privada, pero… nunca se trató de una ciudad. La palabra no nombraba un lugar.
Cuando la agregué a la lista no sabía qué significaba. Madre me explicó que era un nombre propio y aunque muy raro hubo una pintora llamada así que se casó con un muralista personificando una relación destructiva —donde las haya— para llegar a convertirse en un paradigma del amor tormentoso. ¿Un nombre? Durante un par de noches no pude dormir pensando en cómo hacer para conocer a alguien con ese nombre. Invertí algunos días en el directorio telefónico; un par de veces descubrí a padre mirándome preocupado, algunas me preguntaba qué buscaba, yo le decía, nadanada, mientras seguía hojeando. Seguro estoy que mi respuesta sólo ampliaba su preocupación. Si ya desde pequeño era de intereses anómalos, leer el directorio seguro no lucía mentalmente salubre. Pobre padre, a veces pienso en su vida, en los hijos que le tocó crecer y cada vez me sorprende más cómo siempre se mantuvo tan humano.
Las preocupaciones se tornaron regaño cuando comencé las llamadas. Eventualmente en el directorio hallé pocas personas con ese nombre tan llamativo para mí. Marcaba su número y pedía con ellas, luego hablaba como si fuéramos viejos amigos; todas, unas inmediatamente, otras antes, me colgaban cuando les pedía que nos conociéramos, que me fascinaba su nombre. En casa me prohibieron el uso del aparato telefónico. No pude hacer nada para conocer a alguien con ese nombre; entonces pasé a pensar cómo sería. Su cara, sus manos. Me emocionaba la idea pero eso no bastó. Comencé a hacer un dibujo, luego varios más; tenía diversas versiones, a diferentes edades y de distintas razas. No fue suficiente. Luego de los dibujos comencé a escribir diálogos entre los dibujos y yo; todo para estar listo cuando, por fin, conociera a alguien con ese nombre. La parte más difícil de escribir era donde debía explicar la atracción que el nombre me inducía:

—…
—Oh. Qué nombre tan interesante. Sabes, me gusta mucho, incluso antes de conocerte ya me gustaba. De hecho desquicié a algunas tocayas tuyas vía telefónica. Es más, tengo un par de dibujos tuyos que hice hace un tiempo; y de los diálogos ni te digo…
—…

Seguro mi interlocutora saldría corriendo con la sólida sospecha de mi desequilibrio psicológico como motor. Y no podría contradecirla, pues incluso llegué a desarrollar algunas hipótesis sobre su voz, su modo de ser, la forma de su cabello; cuando hallaba algo que me gustaba, me preguntaba si a ella le gustaría también. Fue, absolutamente una obsesión.
Pasaron años para que conociera a Tipitina. De algún modo, desde siempre yo supe que me enamoraría de ella; incluso antes de conocerla. En realidad era un presentimiento, pues si lo hubiera sabido antes, seguramente, habría decidido evitar tanto dolor.
Tipitina había nacido en Nueva Orleans, y después del huracán Catrina  debió mudarse. Sus padres, que lo perdieron todo, emigraron a Ciudad de México; se dedicaban a la música, la poesía y la pintura. Yo la conocí en la escuela. Creí que se trataba de algún intercambio estudiantil. Cuando la vi me sorprendió mucho que no se pareciera a ningún dibujo mío. Por esas fechas, mi novia era fotógrafa y Tipitina, con cámara en mano, se hizo su amiga. Hasta el día de hoy hay quien sostiene robo de novio. Yo recuerdo que un buen día Cleo llegó en compañía de Tipitina y me la presentó como su aprendiz. La saludé y las dejé en su negocio, desde el primer vistazo me pareció una muñeca; poseía tal gracia que no podía ser natural; cuando supe su nombre todo estaba dicho: Tipitina y yo debíamos tener una historia; aunque, para ser justos, mi historia con ella ya existía antes que la suya conmigo; tal vez por esta razón es obvio que la mía con ella continúe cuando la de ella conmigo ya terminó.
La mayoría de su familia había sobrevivido de milagro al huracán. La historia tenía rasgos anormales. Tipitina cuenta que su abuela supo algo a inicios de agosto del 2005 que la tenía muy inquieta e hizo todo lo posible para alejarla de la ciudad las últimas dos semanas del mes; le explicó que era peligroso quedarse en Nueva Orleans y que debía irse de ahí. Ella le decía Tita. Tita se asustó mucho; la abuela convenció con ardides a sus padres para que salieran de viaje llevando a la niña; Tita no quería dejar a la abuela, si pasará algo aquí, debes ir con nosotros, le dijo; pero la abuela, tranquila, le respondió, debo quedarme Tita, lo que es dañino para ti no lo es para mí. Se despidieron de la abuela; los padres con normalidad, Tita con euforia, aceptando que no volvería a ver a la abuela jamás.

—Oye Tita, y ¿cómo es que tu abue supo del huracán?
—Ella no sabía del huracán, sólo supo que algo pasaría en la ciudad.
—… Y ¿cómo?
—No lo sé. Mi abuela era de tradiciones extrañas y creencias antiguas; no americanas. 
—¿Sabes quién es la Catrina en México?

Sólo a los gringos se les pudo ocurrir ponerle Katrina a un huracán. Las ocurrencias salen caras.
La verdad es que no recuerdo cómo me acerqué a Tipitina. Creo que fue en una reunión al final de un ciclo escolar, buscaba hablarle pero sin decisión. En algún punto coincidimos y comenzamos lo nuestro. Fue durante un viaje con amigos a las afueras de la ciudad; en una zona boscosa entre cervezas y pláticas descubrí en ella a una compinche, colega de travesuras y partícipe de hazañas adolescentes. Ese mismo día, como sellando el pacto, al despedirnos nos besamos. Nada más volviendo a casa comencé a escribirle cartas.  Todas las comenzaba con Tipitinadospuntosyaparte y las firmaba siempre diferente, se las entregaba en mano cuando la veía en la escuela; ella me las respondía, las mías eran largas y, seguramente, tediosas, las de ella, parcas, breves y, por eso, desesperantes. Nunca le dije de mi obsesión por su nombre, simplemente comencé a obsesionarme con ella también. 
En ese entonces llevaba el cabello largo, al pasar los años se lo vi de todos tamaños. Lo más constante fue que siempre se lo hacían mal, nunca estaba contenta con el tamaño o la forma. A mí siempre me pareció hermoso. Sus ojos grandes, cordiales  y profundos; me gustaba verlos cuando me hablaba y más cuando estaba ebria, se inyectaban en sangre y el color resaltaba. Sus manos me gustaban, que llevara anillos más. Tenía ese tic muy común de las personas que los usan, pero ella lo hacía muy suyo; cuando te hablaba concentrada, se tomaba los anillos de una mano con los dedos de la otra, rozándolos, girándolos levemente los miraba como en análisis profundo mientras trataba del tema en cuestión. Sus uñas crecían de un modo tan perfecto y ¡la pintura!; cuando se ponía pintura en las uñas sus manos lucían tan expresivas que normalmente me resultaba difícil poner atención a lo que me decía. Para señalar siempre usaba su índice, pero señalaba chueco, señalaba más con el nudillo que con la yema del dedo. Me quedé con las ganas de verla con pintura negra en las uñas. Me quedé con ganas de tanto… Sus labios; cuando comenzamos a besarnos no podía controlar la ansiedad que me provocaban; al besarlos los mordía un poco; era común que la lastimara. De hecho sus orejas, las piernas y las nalgas me provocaban la misma ansiedad, sólo quería o morderlas o palmearlas.
Le gustaba beber ginebra en cantidades industriales; sus amigas la bromeaban sobre ello, decían que Tita estaba a punto de ingerir turbosina. En múltiples intentos, todos fallidos, busqué vencerla en la bebida. Tipitina de hígado sólido. Sobre lecturas nunca compartimos mucho, ella se iba más por la poesía; a mí eso nunca se me dio. Sobre música siempre supo más que yo y le aprendí bastante a ella y a sus padres. El cine fue lo que más me afectó. Durante años miré y miré películas, aburridas, interesantes, europeas, asiáticas, rarísimas, “cultas”, multipremiadas, internacionalmente reconocidas, extrañísimas. Se trató de sobre exposición; en casa de Tita aprendí a ver cine con ficha técnica: director, país, etc. Hoy estoy harto de eso. Pienso que cinéfilo y pedante son términos intercambiables. Ahora veo lo que sea, aparente ser malo o pésimo, se acabó mi paciencia, hoy los órganos a los que menos respeto les tengo son el hígado y los ojos. Es sólo una de tantas consecuencias de haberla conocido.
Ella y yo hicimos tanto juntos.
Fundamos un par de clubes, uno de ellos era sobre ocupas. En aquellos años a ella le dio fiebre por fotografiar puertas y coincidió con una mal mío sobre casas, me gustaban las casas viejas y abandonadas. Casi cada semana hacíamos recorridos juntos, ella fotografiaba puertas y yo tomaba nota —dirección, descripción, tipo; si lucían abandonadas o no…— de las casas de mi gusto, parece que fue cuestión de tiempo. A las pocas semanas comenzamos a planear pasar la noche en esos edificios abandonados. Ella tuvo que decir a sus padres que se quedaría en casa de una amiga; llevamos un par de bolsas para dormir, una lámpara de pilas y un poco de agua. Esperamos que anocheciera para saltar la reja —no muy alta pero sí peligrosamente oxidada— de la casa aquella. No sé de arquitectura pero parecía de tipo victoriano aunque nada era de madera, excepto los pisos; grande, con ventanales en cada pared y techos altos, dinteles en exageración y gruesas columnas en la entrada soportando un frontón de insinuaciones olímpicas. Tenía tres pisos y dos escaleras, la grande, que se hallaba frente a la puerta principal y una trasera que llevaba a todos los pisos y a la azotea de dos aguas. Toda vieja, muy vieja y finústica.
Al entrar exploramos todo el edificio y elegimos la que pensamos debía ser la habitación principal para instalarnos. Pasamos la noche, platicando y caminando la casa; luego, cansados, nos acostamos a seguir platicando; ella se durmió primero, sería la primera vez, siempre ella se dormiría primero siempre. Yo la miré dormir un rato escuchando su sinusítica respiración, estábamos abrazados, no lograba dormir, estaba muy emocionado, cuando su sueño fue profundo comenzó a respirar profundamente, eso me arrulló. Luego sus ronquidos me despertaron.
Así fue nuestra primera noche juntos, en una casa abandonada, sucia, derruida, pero hermosa; hoy no es más que una tienda de mármoles europeos, frívola y a la moda. Todo termina por terminar.
Fundamos también un cineclub en la escuela. Fue un martirio tramitar los permisos, escribir el proyecto, presentarlo y convencer a las autoridades de la importancia del cine para el desarrollo integral del estudiante. Nos pareció natural buscar el apoyo de los profesores de arte y apreciaciones artísticas, pero no nos ayudaron; Tita me convenció de que se trataba de envidia, que a esos profesorsuchos no les había gustado que a dos estudiantes se les ocurriera lo del cineclub y no a ellos. Y tenía algo de razón, tanto la idea como la propuesta y la realización debieron ser de ellos.  Las primeras sesiones fueron muy populares, pero las películas seleccionadas por Tita ahuyentaron a más de los que se acercaron. La novedad enamora. Lo ciclos eran sobre directores, el nombrado cine de autor, el problema fue que a los compañeros les interesaban más mirar pelis de Hollywood, cineblandito, le decíamos entonces. El club sucumbió pero Tita y yo de ahí hicimos amigos con los que, durante años, nos juntamos a mirar filmes. Hoy ya tampoco los veo a ellos.
Recuerdo que le gustaba que le cocinara; lo hacíamos seguido en su casa. A veces solo nos veíamos para leer juntos, no el mismo libro; cuando encontraba alguna parte que me gustaba la interrumpía y se la leía. Ella me escuchaba. Al llegar a la universidad estudiábamos juntos. Planeamos y realizamos viajes juntos, a Tita le gustan los pueblos pequeños, sin nada qué ver ni qué hacer y pasear por ellos aunque es pésima para caminar. Pero nadar le fascina, aunque nunca lo hace. Nunca hace cosas que le fascinan. No sé si se de cuenta…
Recuerdo tantas cosas de ella y que con ella hice pero no logro decir qué pasó para que no pudiéramos seguir juntos. Tita diría que mi memoria es muy cómoda y que sólo recuerda lo que quiere recordar. Que sea como ella dice, al cabo fue como ella deseó, un permanente, decidido y sentimental boicot.









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