Leí a Freud
como suceden cosas en la vida, por puro puto accidente. Oí en una peda de la
Facultad de Ingeniería, donde hay más hombres que mujeres inscritas, que en
Psicología el Universo se equilibraba pues, como en Trabajo Social y Pedagogía,
las estudiantes superan en número a los estudiantes.
Cuando en
nuestras fiestas de la Academia Borromeo habían más XY que XX, la broma era
“parece fiesta de Ingeniería”
Descalifiqué Trabajo y Pedagogía, pasando mis ratos
libres en la Facultad de Psicología, específicamente en la biblioteca
concentrado en hallar temas de plática en común con alguna culona estudiante de
mente y piernas abiertas de dicho nicho consagrado a las nobles tareas
impuestas por los Recursos Humanos: pruebas psicométricas, mediciones de
coeficiente intelectual; auténticos círculos del infierno para las amantes del
psicoanálisis.
En ese
pequeño sótano que llaman biblioteca y gracias a las lecturas, me di cuenta que
mi modo único de relacionarme con mi entorno era mi peluda y apestosa
entrepierna. Y para prueba: me hallaba leyendo psicología no por aprender
psicología, sino por buscar cojer con una psicóloga. Y no paraba ahí, por
ejemplo, en cualquier reunión, familiar o no, inmediatamente ubicaba a hembras
de mi línea de trabajo. En los salones de clases y de fiestas hacía lo mismo.
En los vagones del metro también. En los bares, los cines, en las banquetas caminando,
en todas partes.
Línea de
trabajo (L. de T.).
Mujeres que
me atraigan en cualquier aspecto, físico o no. Mi L. de T. es culonas, la teta
no importa, pero tienen que ser entradas en carnes, como se dice, o, para un
referente usualmente conocido, como madonnas del Renacimiento: gordibuenas.
Puedo reconocer la belleza en una bailarina, muñequita de pastel, flacas magras
poca grasa, pero no me atraen. Ah, y mínimo me tienen que caer bien.
Así, mi pito
era mi principal órgano social.
Luego, el
nuevo juego de Vasy estaba hecho: hacerme consiente de qué tanto sexualizo mi
forma de estar en el mundo, para, después decidir qué hacer con eso. Claro, la
primera idea, maldito cristianismo, fue pensar en dejarlo de hacer.
Vasy me hizo ver que trataba “diferente” a las mujeres que me atraen, o era condescendiente con ellas (mansplaning) o más tolerante o más amable que con aquellas que no me atraen. Supongo que para cualquiera eso sería obvio. No para mí. Y fue importante darme cuenta de esa discriminación porque yo mismo, feo, maltrataba a las feas. Era como un pobre de derecha, como una mujer machista, un judío nazi o un hippie intolerante; era un feo —bueno, lo sigo siendo— maltratado por no satisfacer los estándares de belleza que, a su vez, maltrataba a todas las que tampoco cumplían los mismos estándares por los que yo era, a mi vez, maltratado. Respetaba y hacía valer una regla que siempre me ha perjudicado y lo peor era que ni siquiera lo sabía.
No hay mejor
esclavo que el que se cree libre; le escuché alguna vez al Dinant.
¡Mierda! No
sé cómo suene esto, tal vez por eso sólo lo escribo, pero Vasy ha sido mi mejor
amigo.
Lo primero
que pasó fue que empecé a tratar mal a las guapas y muy bien a las que yo no
consideraba guapas. Los resultados, inesperados: ambas comenzaron a tratarme
mejor que antes ¿¡!?
El cambio en
las que no son mi línea de trabajo lo entiendo: tratas bien a quién te trata
bien, pero lo de las guapas no me hacía sentido. ¿Tratar bien a quien te trata
mal? ¿Ser agradable con quién es desagradable? Tal vez en las guapas la
costumbre de siempre ser aceptadas se les convierte en necesidad: necesidad de
aceptación. No lo sé.
Luego
equilibré las aguas, supongo; trataba bien a todas las féminas cercanas, fueran
mi línea de trabajo o no.
Leí por ahí
que la amistad entre hombres y mujeres heterosexuales no existe, que siempre
uno de los dos quiere con el otro y el otro se hace pendejo… Lo hubiera creído
hace tiempo, hoy me gusta saber que tengo amigas mujeres que, me atraigan o no,
ya no reduzco sólo a su pelvis.
No soy
feminista; para alguna forma de feminismo, jamás podría serlo; y ni me
interesa, pero Vasy me ayudó a dejar de sexualizar o a dejar de cosificar a la
mitad, y poco más, de mi especie.
r. salazar
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