Originalmente
quería ser piloto de aviones. La neta no recuerdo si eso fue antes o después de
TOPGUN. Si fue antes, no pasa nada, si fue después, tampoco, aunque podría
pensarse algo sobre mi carácter endeble e influenciable.
Niño,
al fin.
En mi
país casi para todo se necesita o mucho varo o muchos huevos. Para ser piloto
aviador también, pues el aprendizaje es caro, la opción de los huevos era
entrar al Ejército, sección Fuerza Aérea. Todavía en la prepa llegué a comentar
mi intención de entrar a las fuerzas armadas; lo platicaba con un amigo de
abuelo milico. Él sólo lo tomaba a broma, decía no creerme capaz de soportar
órdenes y que me la pasaría todo el servicio detenido por desacato. Puede ser,
nunca lo contradije, sólo me hacía gracia.
Creo
que en la secundaria quise dar clases, tuve buenos maestros, siempre; aunque no
siempre me di cuenta. Recuerdo que fue ahí donde comencé a leer. Nos obligaban a
leer un libro al mes, a veces no los leía; principalmente los de Carlos
Sánchez, ése señor nunca me entró. No leía los libros de la escuela pero leía.
¿Cómo culpar a las personas que creen que no les gusta leer si la lectura misma
te la presenta la escuela —responsable de la formación— como una obligación?
Claro,
está el otro lado: ¿cómo no culpar a las personas que creen que no les gusta
leer pero nunca lo han intentado? El problema no es la lectura, es la escuela,
por un lado, y las personas con su actitud, un principio que seguimos y nos
rige sin advertirlo, por el otro.
La
escuela, al obligarnos a hacer algo, dificulta el que podamos disfrutar dicha
obligación. Ahora, nosotros tampoco nos ayudamos al estar acostumbrados, como
máquinas preprogramadas, a dar por hecho, sin análisis alguno, que todo deber
es tedioso y obligatorio y que es contrario a lo voluntario, que siempre es
placentero. Ésta dicotomía, sobra decirlo, no es real, pues puedo disfrutar el
deber cuando comprendo que lo voluntario y lo obligatorio no se excluyen, ni
están peleados. ¿Qué se necesita para entendernos así? ¿Madurez? ¿Experiencia?
¿Edad? ¿Inteligencia? No lo sé. He conocido y conozco a personas inteligentes,
ancianas, experimentadas y maduras que viven, sobreviven y mueren en función de
la imaginaria dicotomía Deber Ser/Ser. Puede tratarse de libros, películas,
deportes, religiones, comidas; Todo esto y más puede no agradarnos incluso sin
conocerlo. Los prejuicios nos determinan. Terribles y déspotas los principios y
prejuicios que seguimos hasta la muerte sin advertirlos. También el prisionero
en su celda de tres por dos se piensa libre en seis metros cuadrados.
En casa
de abuela siempre hubo libros, películas y discos. De ahí tomaba mis lecturas o
por lo menos las primeras que leí por mi cuenta. Nunca pedí prestados libros,
sólo los tomaba, los terminaba y los devolvía a su lugar. Parece que nadie se
daba cuenta. Leía de robado, aunque nunca he considerado que un libro pueda ser
robado. Hay partes, elementos de la realidad a los que no se les puede aplicar
el concepto de propiedad, y, sin propiedad, tampoco existe su concepto
correlativo, el robo.
Leí
durante la secundaria pero nunca tuve buenas calificaciones, la biblioteca
tenía horarios muy restringidos. Tal vez por eso en la prepa disfruté tanto;
sólo había dos lugares en los que me podía hallar, en la biblioteca o en la
cancha jugando basquet; casi nunca en mi salón. Nunca tomé libros sin pedirlos
prestados de bibliotecas públicas; no puedo decir lo mismo de bibliotecas
privadas, librerías o ferias de libros. La primera vez tomé una edición
bilingüe de La Odisea. El libro era caro. Estuve nervioso pero igual terminó en
mi librero. Hoy aún lo tengo. Se me hizo costumbre. Calculo que ¾ de todos mis
libros no los pagué, 1/8 fueron regalo y el resto los compré.
Llevarte
libros sin pagar y creer que nunca te atraparán es como andar en motocicleta
pensando que nunca te caerás. Fue en una librería del Centro de la Ciudad.
Cuatro tomos de historia sobre el Mediterráneo y las culturas avecinadas en
derredor; desde los griegos y los persas hasta el Imperio Romano y sus pueblos
limítrofes. El monto era considerable. Al salir el guardia de la puerta me
pidió muy amablemente que le dejara ver dentro de mi chamarra. Bajé el cierre y
cayeron al suelo dos de los cuatro tomos; los otros dos se quedaron, cada uno,
bajo una axila. Los había ocultado pésimamente, por encima de mi chamarra, sin
esfuerzo, se podían mirar sus siluetas. Me
preguntó por el tiquete, le dije que no lo tenía, habló algo por radio y luego
me dijo que lo acompañara. Lo seguí tranquilo. Me llevó a la caja y me dijo, o
deja los libros o los paga; los pagué y salí de ahí sin dinero y con algunos
buenos libros. Todo pasó pacíficamente.
Leer.
Tomar libros sin permiso de casa de abuela y luego de todas partes. Lo
siguiente que hice cercano a la lectura fue colaborar en la creación de una
revista en la escuela preparatoria. Algunos compañeros se organizaron para la
tarea. Creo recordar que, con otro tipo, escribí sobre cine. El nombre de la
revista lo he olvidado, era maya. Fue divertido, ver tu nombre en un papel,
junto con tus palabras, hojeado por personas que no conoces que, para decir
verdad, leían la sección de correo y chismes de la publicación. Correos,
recaditos y chismes no de la farándula, sino de la escuela. Ahí fue cuando por
primera vez en mi vida, pasó por mí la idea de vivir de escribir. Que me
pagaran para escribir me gustó mucho, aún hoy la idea me seduce casi tanto como
la de no tener que trabajar para vivir. No recuerdo mucho de esa época y mis
reseñas de cine las perdí. Tampoco me quedé con ningún número de la
publicación. Lo que recuerdo son las juntas con la editora de la revista. Los
artículos no podían ser muy largos. Éramos una revista pequeña incluso en
espacio. Cuando llegabas con un artículo muy largo, la editora te decía, está
padrísimo tu artículo, pero ponte a tejer.
Luego
de la revista hubo un intento de comic. Yo estudié la prepa durante las
mañanas, en las tardes o me regresaba a la casa de mis padres a leer o me iba
al CCH en donde estudió un amigo de la secundaria. Ahí conocí al Chaq. Por él supe
de Lovecraft y sus Mitos. Me los leí y los temí todos. Hasta hoy es el terror
que más me afecta; es eso y una prueba positiva de embarazo. A él, al Chack-Mol,
también le gustaban. Decía que Lovecraft había descubierto cómo ingerir droga
por los ojos, pues hacía adictos, no lectores. Podíamos pasar la tarde hablando
de Cthulhu y sus compinches; nos encantaba la impotencia del ser humano y su
casi inexistente importancia para el Universo, la inteligencia como rasgo
sobrehumano, casi divino; habíamos hallado una justificación para nuestra
misantropía, una justificación cósmica. Gracias Lovecraft. Juntos trabajamos en
un tebeo que jamás llegó a publicarse. Él lo dibujaría, ambos lo escribiríamos.
El argumento era sencillo: Basado en uno de los principales relatos de Los Mitos
lovecraftianos, The Dunwich Horror,
donde Yog-Sothoth aparece por primera vez como Dios Exterior, y donde se
asemeja a ganado vacuno —incluso se halla a resguardo en un establo-granero—,
parodiamos todos los Mitos. El primer número tratábase de un estudiante de
literatura que trabajaba en un McDonald’s para pagarse sus libros, que descubre
que la carne de las hamburguesas proviene del mismísimo “Abridordelcamino” de
“ElTodo-En-Uno”, del temible Yog-Sothoth. La matriz de la hamburguesería que se
encargaba de distribuir la carne a las sucursales era nada menos que
Shub-Niggurath, La cabra de los diez mil vástagos. Llamamos a la serie, Los
Mitos del Tío Chululú, y cada número tendría un subtítulo. Creo que era buena
idea pero ni Chaq terminó nunca de dibujar el primer número, ni yo de
escribirlo.
Supongo
que cuenta como fracaso.
En lo
que no tengo duda que fracasé fue en escribir, por primera vez, algo yo sólo.
Conocí a amigos que tenían una banda, pretendían tocar metal y a veces lo
lograban. Ensayaban todos los sábados y se emborrachaban todavía más seguido.
Eran muy divertidos, decían y hacían cada cosa, eran muy listos y, casi,
soportaban todo por la broma; se llevaban pesado, mucho, yo me la pasaba muy
entretenido con ellos. Bueno, pues se me ocurrió escribir sus “aventuras”. Al
principio me fue bien. Pasé a ser sólo espectador de sus existencias para poder
escribirlas con calma, incluso, alguna vez tomé notas para no olvidar detalles
o ideas importantes. Así fue como comencé a cargar una libreta en la que me
pasaba escribiendo notas mentales y de las otras.
Bien,
pues, relato tras relato, el escrito creció, bien pudo ser una novela, por lo
menos tenía el tamaño de una. Escribía y fumaba de noche, leía y corregía de
día. Estuve a punto de enseñar el escrito a alguien. Nunca había escrito algo
solo y menos mostrarlo a nadie. Todavía pasarían años para que me diera cuenta
lo de buenas que me pone escribir, pero esa reacción comenzó entonces.
Una
mañana, después de terminar la corrección, advertí que el tema era el mismo
siempre: mis amigos y sus aventuras con el alcohol; aún así creí que la
“novela” estaba lista. Únicamente me faltaba un título y sabía dónde hallarlo;
fui a la biblioteca a encontrar inspiración hojeando libros. Es curioso con que
frecuencia el camino que tomamos buscando completar una tarea es el mismo que
nos lleva a destruirla. Ilusión de control. En la biblioteca vagué, revisé
varios libros y, casi por casualidad, encontré algunos de Bukowski —al que
entonces no conocía—, le leí varios relatos, los disfruté mucho; satisfecho por
las andanzas de Hank Chinaski, el alter ego de Bukowski, me resigné a no hallar
aquel día el nombre de nada. Dejé la biblioteca. En la noche, releyendo mi
“novela” me di cuenta que era, mi trabajo, una mala —pésima— imitación de
Heinrich Karl Bukowski. Esa ocasión tardé más de lo acostumbrado en dormirme.
Quizá parezca exagerado pero me deprimí. Habré durado meses en ese estado. Dejé
de tomar notas, dejé de leer y de escribir; abandoné la costumbre de la
libreta, incluso dejé de ver a mis amigos, fuentes de inspiración. Luego,
determinado a salir del hoyo, decidí hacer lo único que podía ayudarme: me
deshice de la “novela” sin nombre. Necesité estar ebrio para lograrlo, pero lo
hice; seguro eso cuenta como fracaso, aunque no todo fue pérdida, en seguida
mejoré —me sentí mejor—, con el tiempo volví a leer, incluso a escribir. Hoy
hasta escribo sobre ello.
No sé
qué pensaba exactamente, sospecho que le tomé demasiado cariño a mi “novela”,
tanto que me cegó —el amor siempre hace eso—, la creí única. No pude
soportarlo. Me gustaría creer que hoy soy más humilde; no creo que pueda
escribir una Obra que llegue a considerarse Universal. No tengo el seso para un
Alonso Quijano —aunque sí tengo a mi Aldonza Lorenzo— o para un Hamlet —aunque
también me persigue el espíritu de mi padre asesinado—. Es más, es muy probable
que nunca llegue a ser ni siquiera un escritor mediocre, ni mediano ni malo;
incluso ni escritor. De lo que siempre estuve muy contento fue que nunca la
tomé contra Bukowski, de hecho, después de mi depresión, cuando regresé a leer,
fue todo Bukowski. Lo disfruté mucho. Hoy todavía me gusta. Con él comencé a
leer poesía.
Un
sudamericano escribió que no hay derrota que no tenga un poco de victoria.
Perdí mi “novela” bukowskiana, pero
aprendí que en la literatura todo está dicho, ser original es imposible y justo
eso es lo que hay que pretender al escribir. Pero, ¿cómo lograr lo imposible?
Lo imposible no se logra aunque se insista. La escritura es pura pretensión
pura. Ya no destruyo mis escritos, ahora hasta busco publicarlos.
Rosario
Castellanos escribió que no hay nada objetable contra el plagio como un
principio de aprendizaje literario; de haberlo sabido entonces tal vez todo
hubiera sido diferente… o no.
Después
de la “novela” que destruí porque me destruyó, pasaron años de nada sobre la
escritura; hasta que gracias a unos amigos trabajé un tiempo en una revista y,
aunque escribía, nada se publicaba bajo mi nombre, sino bajo el de mi jefe.
¡Qué mejor ejercicio de humildad! Éste trabajo rompió algo en mí. Debía
escribir artículos de 800 palabras y notas de 200, además de mencionar,
obligatoriamente, algunos nombres y marcas, ya de productos, ya de restaurantes
u hoteles. La brevedad. Cosa importante. Me gustaría decir que ahí la aprendí.
El trabajo me gustaba a pesar de ser pesado. Tiene su glamur trabajar para una
revista, y más si ésta es de estilo de vida. Por ejemplo los pases allaccess me hacían muy feliz en los
eventos con openbar y en las
pasarelas. En los unos salía anegado en alcohol caro; en las otras podía estar
en camerinos mientras las modelos se cambiaban: flacas, sin caderas, apenas un
poco de culo y sin tetas, nunca han sido de mi agrado pero algo tienen de
estéticas; son muñequitas de pastel; ese adorno que llevan encima algunos
pasteles; son barbies, algunas con cerebros y corazones de plástico como los de
las muñecas.
La
revista me hizo ver que la autoría de un escrito, la firma, es sólo una
exigencia de formato; al publicar hay que incluir el nombre del autor o
pseudónimo o por lo menos en la firma poner ‘anónimo’; al leer, el lector busca
el nombre del autor. Pero se trata más de una costumbre que de una necesidad
estética. La historia del arte dice que no siempre ha sido vigente esa
práctica. La firma del escritor, el reconocimiento como autor, es una mera
formalidad; escribir, eso sí es importante.
Después
de la revista, por fin, regresé a escribir mi tesis. Al trabajar en su
redacción aprendí a leer de verdad, a saber lo que el autor tocaría en la siguiente
página sin dar la vuelta a la hoja, a no ver abismos entre capítulos y
secciones, sino coherencia y relación cuasi casuística, entendí que la palabra
escrita tiene ventajas y exigencias de las que carece la hablada. Entonces
aprendí a tomar notas ahora de los libros, eso al leer; y al escribir, entendí
la importancia de la claridad y de sacrificar todo por conseguirla… por lo
menos todo lo que se tiene, que podría no ser mucho. Así es en mi caso. Al
escribir la tesis entendí muchas cosas; por ejemplo que “aprender” y “entender”
no es dominar.
La
tesis me gustó en su momento. Ahora no la soporto, es aburrida, como todas, y
pedante, como todas. Trabajar en ella me dio algo que nada me habría dado. Pero
esa idea aplica igual para cualquier experiencia. Cualquiera.
Por
ejemplo, hallé muchos libros que quería leer que, tal vez de otro modo, no los
hubiera hallado; los apunté en una lista para ir a ellos al graduarme. La
lista, como todo proyecto prorrogado, se convirtió en un monstruo. Luego de la
tesis, me resigné a morir en batalla y me arrojé a luchar contra el monstruo;
auténtica gigantomaquia. No morí, obvio —esto también fue otro fracaso—, pero
la batalla no ha terminado, el monstruo crece y crece; yo solo me acerco a
acabar con él sin lograrlo nunca. No quiero que acabe; él lo sabe, si quisiera
ya me hubiera destruido hace mucho pero tampoco quiere; lo veo en su actitud.
Al paso del tiempo la lista exigió dos secciones, una de lo que debo leer y
otra de lo que quiero leer; aunque existe una sección más, una no-oficial;
cuando me encuentro algo que o me gusta mucho o considero que debo leerlo pero
además me gusta mucho, no lo pongo en ninguna de las dos secciones, simplemente
lo leo sin más. Al principio enumeré los libros; ahora no le veo sentido. Antes,
en mis cumpleaños, pedía libros como regalo; hoy ya no busco más libros, sino
tiempo para leerlos. Cuando alguien me dice: Léete tallibro, te gustará. Yo les digo: Te creo. Pero no me preocupa comprobarlo. Y no lo hago.
Durante
la batalla, fui invitado a escribir para un blog independiente, esto es, sin
patrocinios y, por ende, sin paga. Ya hace años que publico ahí. Lo único que
me he dado cuenta que aprendo en el blog es que me falta ritmo al escribir; me
falta aprender a pulir la frase. Mi etapa de escritura va sin problema —quizá
algún bloqueo de vez en vez—, la etapa de corrección —de pulido y encerado— es
casi inexistente. Ritmo y estilo. Casi nada.
El
blog ha sido una tarea inconstante y liberadora; escribo de lo que me da la
gana y mi único editor es mi buen o mal gusto. He tratado de estructurarme,
escribo frecuentemente sobre libros; no son reseñas sino recomendaciones.
Cuando leo algo que me gustó escribo porqué me gustó y lo publico en el blog.
Desde antes deseaba vivir de escribir, pero específicamente me encantaría que
me pagaran por reseñar libros: un trabajo donde paguen por leer y escribir
sobre lo leído: eso es para mí… bueno, hay otra opción, no es importante que me
paguen, podría hacerlo gratis si tuviera ropa, comida y techo.
Hubo otro
intento, las condiciones se presentaron para regresar a trabajar en la revista
de mis amigos, esta vez aparecería mi nombre. La revista siempre ha tenido una
sección mensual sobre personajes importantes, algo medio cultural, según entendí.
El trabajo consistía en escribir sobre la vida del sujeto en cuestión, la
columna vertebral del artículo sería la entrevista con el personaje. Era casi
perfecto. Lo único que tenía que hacer era perfilar al personaje: investigar un
poco sobre su vida, obra, trayectoria, oficio o profesión; tomar notas, audio o
video y esperar un poco de inspiración. La parte del artículo visual, las
fotografías, la cubriría alguien más. Y todo esto sólo una vez al mes. Podía
hacerlo. Todo estaba listo, incluso fui a las oficinas de la revista a arreglar
lo del pago; me dieron, también, unos ejemplares con la sección cultural
marcada para mostrarme qué querían exactamente. Esa noche no pude dormir. Al
estar en cama listo para descansar, me di cuenta que no tenía nada para mí un
trabajo que consistía en escribir sobre algo que quizá no me interese; el tema,
el personaje del artículo lo decidiría alguien más; a mi me lo impondrían, la
diferencia entre un escritorio público y yo había dejado de existir. Mi sueño
se convirtió en pesadilla.
Al día
siguiente llamaron de la revista buscando afinar detalles para entrevistar a mi
primer personaje; creo que así se llamaba la columna, Personaje de álbum; yo, maldormido, conteste el aparato y les di
mis horarios; dijeron que llamarían concertando lugar y fecha para la
entrevista. Nunca llamaron. Me entristeció no tener un trabajo pagado para
escribir y me alegró no tener que escribir por encargo.
Lo
último hasta hoy con relación a la escritura fue sobre un libro. Un compendio
de cuentos en el que uno es mío. Era un cuento que me gustaba mucho. Cuando lo
tuve publicado lo leí. Dejó de gustarme. Antes lo leía con frecuencia. Desde
que está en un libro ya no lo leo. Publicar parece merecedor. Cuando platiqué
con cercanos sobre el libro, tenían en mente algo muy específico, algo muy a lo
Cenicienta: pensaron que alguna editorial me había descubierto y propuesto
publicarme. Que habían visto algo en mí y que decidieron ponerme un editor, un
plazo de entrega y un pago por adelantado. Me divertí mucho al explicarles que
unos amigos —también escribidores— y yo juntamos relatos y buscamos una
editorial —la más barata—, conseguimos alguien denombre para que —gratis— prologara el libro, que nosotros mismos
pagamos la edición y que debíamos —nosotros también— vender los libros para
recuperar la inversión. Por ahí se
habló de que estaría en alguna librería a consignación, pero no se llegó a
nada. Tuve que comprar cien libros para cubrir el coste del tiraje. Nunca había
comprado tantos de un jalón… además se trataba del mismo: cien copias de un
libro en una edición barata del que, por cierto, no todo me gustaba. Sentí que
alguien me había desfalcado. Y ese alguien era yo. Autorobo. Los amigos,
siempre amigos, igual compraron el libro. Algunos hasta me pidieron
autografiarlo; ojalá algún día ese libro lo puedan subastar por alguna cantidad
significante; si eso no sucede sentiré que, por partida doble, el rapaz fui yo.
¿Qué
se puede aprehender de publicar un libro en este país? ¿Qué aquí las cosas se
hacen con dinero o con huevos? Nada. Ya sabía que no viviría de escribir,
aunque fuera un sueño. Por lo menos pilotear aviones paga bien.
Hoy me
dedico a guionista para la televisión. Trabajo para un productor de programas
cómicos, él cree que soy muy chistoso y que escribo buenas bromas; de hecho,
basado en esa creencia, es que me paga un sueldo. Yo he llegado a pensar que el
bromista es él y que su gran chiste es pagarme por ser gracioso. Humor negro.
Sí.
De
hecho sigo escribiendo, la tele paga bien, pero por supuesto que sí: todo
trabajo que te asesina el alma paga bien. Envidio a los desalmados. Escribo
cuentos cortos y estoy, por fin, trabajando en mi segunda novela que esta vez
espero, si no publicar, por lo menos no
destruir. Debido a cuestiones legales, en el blog firmo con un pseudónimo, pues
mi contrato con la gente de la tele sostiene que sólo puedo escribir para ellos.
Es absurdo, lo sé. Pero lo que es aún más absurdo es que nunca pensé que
trabajar como escritor, que me pagaran por escribir, podría ser el mayor
fracaso que haya habido nunca entre el leer, el escribir y yo.
Estoy
bien con mis fracasos; los quiero. Me hace sentir satisfecho lo que he escrito
y lo que escribo. ¿Y con lo de ser escritor? No pasa nada. ¿Para qué bombardear
el universo del libro con un integrante mediocre más? El bienestar de muchos
por encima del de unos cuantos. Al fin hubo proyectos más ambiciosos, dirigidos
a la humanidad toda, enormes objetivos basados en geniales ideas que jamás
lograron a acercarse a su realización, por ejemplo el volapük.
@aleljndr
Hace tiempo me invitaron a la presentación de un libro. Un joven escritor -amigo de mi hija- publicaba su primer libro.
ResponderEliminar¿Te imaginas? ¡Conocer un escritor de verdad! Uno de carne y hueso. En mi vida había conocido a ninguno. Bueno si, a Paco Ignacio Taibo cuando aún caminaba sin ayuda iba a las ferias de libros a ver todos los libros que nunca podría comprar. Los escritores "buenos" se cotizan muy alto y los "malos" ni quien quiera verlos.
El caso es que fui a esa presentación. El lugar era hasta Juan de la chingada. No teníamos coche y para colmo llovía sin parar.
Tenía muchos nervios.
Nos atendieron muy bien. El lugar me gustó mucho. Grande como me gustan. Si viviera ahí necesitaría un GPS para no perderme.
Conocí al escritor, joven, guapo, pelo largo, barba rala. Tipo de los que siempre me gustaron pero nunca se me acercaron. Delgado. Dueño de sí mismo.
Nos habló del libro. Explicó cómo es que había llegado hasta ahí y bla. Sazonada con uno que otro chiste y con el ruido de la lluvia de fondo, transcurrió la presentación.
Compramos tres libros. Uno mi hija y dos yo. Obviamente pedí me lo firmara. Tenía muchos nervios, no sabía qué decir. Se me enredó la lengua, sus ojos chocaron con los míos. Me derretí. No supe más o más bien ya no entendí nada de lo que me dijo. Me dio un abrazo y se sonrió conmigo.
Sudé como condenado.
Después como siempre pasa me quise ir de ahí. Tenía mi libro escrito por un escritor real -ya podía presumir de ello- no había más qué hacer,
Nos fuimos bajo la lluvia después de despedirnos. Fue muy emocionante. Lo que me escribió lo conservo en mi memoria porque el libro no sé donde quedó. Ni siquiera lo leí. Es como si lo hiciera le quitaría el halo de misterio que encerraba su escritura. Como si al leerlo lo convirtiera en un simple mortal como yo.
Siempre he dicho que cuando a un escritor le pagan por escribir se convierte en mercenario de las letras. Pienso que no hay dicha más grande que escribir sin que alguien pague por ello. Pero qué voy a saber yo que de escribir no sé nada.
Te admiro.