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      Se llevó un libro y dinero para alcohol y comida. Eran sus primeras vacaciones pagadas en su existencia laboral y las primeras d...

Muñeca en la playa Muñeca en la playa

Muñeca en la playa

Muñeca en la playa

 


 

 

Se llevó un libro y dinero para alcohol y comida. Eran sus primeras vacaciones pagadas en su existencia laboral y las primeras desde hacía años.

El traje de baño bajo un short muy corto y un vestido muy largo, caminó por el pequeño pueblo de su infancia. Si no fuera porque iba de pies desnudos, se podría confundir con algún turista; uno de tantos que en los últimos años acostumbran inundar las pequeñas playas durante fines de semana largos y vacaciones.

Tampoco se trata ya de nadar entre la gente como en las grandes playas internacionalmente visitadas, donde hay más personas que agua, más pañales flotando en el mar que voluntarios salvavidas. Si se le compara con estos lugares, entonces sería una playa virgen. Aunque hay muchos más turistas de los que recuerda en su niñez. Hacía algunos años en la playa sólo veías a los habitantes del pueblo, a uno que otro de los pueblos vecinos y, rara ocasión, a un turista que, por lo general, había llegado al pueblo por accidente. Una desviación errada; una indicación o mal dada o mal interpretada; una deficiente lectura del mapa… cuando la inexistencia del GPS permitía, de repente, hermanarse con Marco Polo o Magallanes.

Éstos, los juereños, encantados con el lugar: el mar, la comida, las playas, los precios; siempre prometían volver, pero pocos lo cumplían. Y es que El Pueblo se halla en la parte donde la sierra y la costa se juntan y se estrechan durante horas de carretera. Así, al este días a pie de sierra rellena de espesa flora; al norte 2 y ½ a 3 horas de carretera sin casi ninguna recta hacia la ciudad más cercana; la segunda ciudad más cercana estaba a 6 horas de serpenteante carretera hacia el sur; y al oeste, más de un par de miles de millas náuticas hasta la isla más cercana. Estas condiciones geográficas, hacían del pueblo un lugar poco turístico, no había hotel, sus habitantes rentaban sus patios a campistas, algunos habían fabricado palapas y rentaban hamacas. Casi todos, por unos pesos, cocinaban desayunos y comidas. Para cenar, había en todo el pueblo sólo una taquería y una casa cerca de la plaza donde la esposa del presidente municipal preparaba quesadillas, sopes y similares; durante años hubo sólo dos tiendas y un teléfono. Ahora las tiendas habían ampliado su mercancía, pero no su número, y el teléfono se había convertido en un local de computadoras e internet a renta. El encargado se llama Luis.

 

 

Agnición

Luis, en una hamaca, esperaba con tranquilidad a que la compañía reestableciera el servicio de internet en el tendejón de la entrada del local. Las caídas del sistema son frecuentes. Mientras, Patricia pasa por la calle.

—¿Descalza? ¡Te vas a quemar!

Gritó echado desde la hamaca.

Ella se acercó a la sombra. Lo miró y le sonrió un hola.

—Descalza pero con itacate —observó— ¿Qué llevas ahí?

El libro estaba en la toalla, la toalla amarrada como bolsa colgada de su hombro.

—Nada ¡cabrón! ¿Qué te importa?

—Hola Patito, me da gusto verte.

—Hola Luis, a mí también.

—¿Vas al charco?

—¡Ey!

—Si vas a estar ahí mucho rato, te alcanzo luego y te llevo las empanadas que seguro se pondrá a hacer mi amá en cuantito te sepa por acá.

—Me va. ¿Te dejo varo?

—Sólo si quieres que mi amá se acuerde de la tuya.

Crecieron juntos. No es que se hicieran amigos, desde que Luis recuerda Pati ya estaba ahí. Le pasaba algo similar a ella. En todo caso, las amigas eran sus madres, y eso a fuerza de coincidencias. Nacieron en el mismo año, en meses diferentes pero con menos de una semana de distancia; fueron compañeras en las primeras escuelas y vecinas hasta de embarazos que, para hacerlas aún más cercanas, sucedieron casi simultáneamente. Sólo en pocos aspectos no coincidieron las madres de Patricia y Luis, pocos pero de consecuencias importantes. Patricia no conoció a su padre, y en el Pueblo la sardónica broma era que probablemente ni su madre lo había conocido. Los padres de Luis se casaron. Él pescador, dueño de una lancha de motor y de un jacal cerca del estuario del pueblo; ella dejó de estudiar cuando Luis nació para cuidarlo y encargarse de todas las tareas que el machismo mexicano cataloga como trabajo de hogar. La madre de Patricia no dejó la escuela. El padre de Luis heredó el negocio del abuelo y nunca salieron del Pueblo. La madre de Patricia se la llevó a vivir a la ciudad; no quería al Pueblo ni en su futuro ni en el de su hija, tal vez cansada de que su Pueblo nunca le perdonara haberle dado una hija bastarda.


Patricia comenzó a sentir que la dura tierra bajo sus pies desaparecía y a cambio dejaba la cálida arena; percibió la brisa salada en su cara, inhaló con profundidad todo el aroma, abandonó sus ojos a la inconmensurabilidad marina poniendo de fondo sus párpados para no perderse. Y el universo se tambaleó, comenzó a desequilibrarse, se contrajo en vez de expandirse, sí, como en un agujero negro. Sí, también desapareció el tiempo y el espacio. Exhaló. Y de quién sabe dónde aparecieron imágenes de su niñez en el mar y de su actual vida en la Ciudad de México. Ella de niña, en el agua y ahora de adulta viviendo en una ciudad sobre un antiguo lago. Parece que no cambió mucho, paso de agua a agua, del mar al lago desecado. “Quien cambia de lugar ya no es de ninguna parte, ni de donde se salió, por salirse, ni de donde llega por llegar. Para unos ya no eres de ahí, por irte, para los otros nunca serás de allá por llegar” … Patricia recordó éstas líneas de una novela que leyó… quién sabe dónde… ¿Por qué será que después de que la honda experiencia de un sentimiento sublime nos pierde, siempre algo tan burdo como cotidiano nos obliga a regresar? Al pasar cerca de ella, un tipo en tono nefando, le susurró algo sobre lo amplio de sus caderas, y terminó la frase con la palabra muñeca. Patricia suspiró y pensó que si llevara su uniforme aquel comentario no habría sido. Incluso si fuera acompañada… decidió no ubicar el origen del susurro para no ponerle cara, pues buscaba pasarla bien en la playa y ese tipo no lo impediría. Pero la memoria le recordó que no tiene voluntad...

 

 

§

En El Pueblo los niños se bañan desnudos en las pozas que se hacen en el río que desemboca en la playa. Él, el hermano de su madre, encargado de cuidarlos, se baña siempre con ella; la veía desnudarse y vestirse; le decía que estaba revisando que ella se hubiera lavado bien. Y si no lo hacía, él se encargaba, pero, a diferencia de su madre, él no usaba la fuerza para limpiarle la piel de todo el cuerpo. Sino que la tocaba muy suavemente y le tarareaba al oído con ternura, ella se sentía tan calmada que frecuentemente se dormía, no sabía durante cuánto tiempo. Aunque no debería ser mucho porque, al despertar todavía modorra, él aún no terminaba de lavarla. Pati no sabía por qué después de los baños con él le quedaba algún dolor en ciertas partes del cuerpo.

Alguna vez su madre los encontró a mitad del baño y se enojó tanto que Pati le prometió a su madre que, si tanto le molestaba, nunca más se bañaría con él.

—Estoy molesta con él, no contigo. Contigo nunca.

Su madre y él jamás se volvieron a hablar; al poco tiempo Pati y su madre se mudaron del Pueblo.

Él se fue al norte y nadie ha sabido nada.

 

 

 

§

Después de detenerse por algunas cervezas en la tienda a pie de playa, terminó de llegar. Halló sombra bajo una palapa a medio derruir, extendió la toalla, se echó panza abajo, abrió la lata de cerveza —marca que no se consigue en la ciudad— y el libro; les pegó un gran sorbo a ambos.

Se trata de una novela mexicana de autor poco conocido. Le ofendió el bajo precio del libro, preguntó en la librería si se trataba de un error. Resultó ser el precio correcto. Decidida lo compró para honrarlo, esto es, para leerlo. Y, tal vez a fuerza de prejuicios positivos, resultó ser una buena novela. Pequeña y en edición casi de bolsillo, pero bien escrita, muy amable para leer en viajes. Patricia, desde su primer Dostoyevski se convenció que dejarse ver en público leyendo una novela rusa, debido a la extensión y tamaño del libro, sería de mal gusto. Por eso las leía sólo (sola) en casa y nunca las llevaba de viaje. Así también leyó El Quijote, Los Miserables, 2666, varias del poco conocido Von Archimboldi, todo de Julian Carax y otras pocas de su compatriota David Martín. Todos auténticos ladrillos difíciles de sostener frente a la vista pero, por lo mismo, excelentes para los tríceps o, si se es un lector que ha superado la vanidad por el cuerpo, el facistol es siempre la mejor opción.

Aunque fue una estudiante promedio, nunca dejó de leer casi desde que aprendió. Ya en la universidad brilló. Fue la única escuela agradable. Al abandonar la Facultad de Humanidades porque tuvo que trabajar por la enfermedad de su madre, la tomó contra los libros, dejó de leer durante un tiempo. Y el ir de un trabajo malo a otro pésimo, como rebotando, no ayudó; pues ni tiempo tenía ya no de leer, sino de extrañar la lectura: horarios oficiales de 8 horas con una de comida —que sólo se cumplían los sábados que se suponía debía sólo trabajar ½ día— y reales de casi 10 por ½ para malcomer. Y esto más los traslados; en promedio de 1 ½ hora de ida y con frecuencia un poco más de regreso, sin contar retrasos por lluvia o manifestaciones. Sueldos raquíticos, sin seguro médico: condiciones laborales que ponen en duda el triunfo de la Revolución. Bueno, sí se ganó, nadie lo duda, pero ¿quién la ganó?

Existen absurdos necesarios para explicar con propiedad ciertos fenómenos que sin ellos, se nos escaparían. A veces la rigurosidad que exigen ciertas parcelas de la realidad para ser medianamente explicadas, no respeta la frontera del tiempo y cae, sin remedio, en el terreno del anacronismo (esto la literatura lo sabe muy bien):

Asalariado: el nuevo esclavo.

 

Trabajador

Entre semana Patricia sólo podía dormir y comer, además de trabajar, los sábados se daba lujo de buscar relajarse para descansar; y los domingos había que atender la necesidades del hogar. Así que de leer ni quién se acuerde.

La reconciliación con los libros vino en la Academia de Policía por las lecturas obligatorias, principalmente manuales, reglamentos y alguno que otro documento técnico. Con una biblioteca poco variada y un tanto de tiempo libre que le permitían las clases, recayó en su adicción.

De vendedora, edecán, recepcionista, cajera, limpieza. Todos trabajos muy matados: malpagados y agotadores además de inestables. Un día se enteró de los requisitos para hacerse policía. Le interesó por el dinero, la estabilidad y los derechos laborales mínimos; además del detalle que la hizo decidirse fue que a todos los ingresados a la Academia de Policía, se les da beca y, por supuesto, egresan con trabajo asegurado en caso de buen rendimiento académico.

No significa que a los policías se les pague bien. Sino que hay peores trabajos, siempre los hay.

Ya en la fila para realizar el trámite de ingreso a la Academia se dio el respiro necesario para que su conciencia le cuestionara sobre la profesión policiaca, su mala fama y su verdadera función social.

 

 

Estado policiaco

Con educación no habría delincuencia

Más escuelas = menos prisiones

La policía es la parte del pueblo que reprime al pueblo bajo órdenes de quienes no son el pueblo.

Si la función del Derecho Civil sirve para que los ricos roben a los pobres y la del Derecho Penal para impedir que los pobres roben a los ricos, entonces la policía es la entidad que garantiza la función de ambos.

Gracias a su no breve estancia en la Universidad se sabía todas las consignas y argumentos contra la policía. Hasta mentalmente había hecho una lista de excompañeros que le recriminarían su decisión profesional. Quienes le dejarían de hablar; quienes no. Quienes la comprenderían.

Ella, Patricia Plaza, pensó así: mi decisión profesional es acabar la universidad y luego hacer un posgrado. Pero mi realidad material no lo permitió. La Academia de Policía es una decisión laboral, no profesional. No confundir porvenir con formación, como escribió Reyes. Parece ser que la conciencia es un lujo; la ética es el postre del banquete que no podemos saborear los que apenas podemos pagar el primer plato.

Estas ideas no la abandonaron mientras se preparó para el examen de ingreso, estuvieron con ella durante las pruebas médicas, las físicas y, a las únicas que le temía, las psicológicas. Cuando se le notificó que había logrado la evaluación más alta en todas, no se dejó marear por los vapores de la soberbia, tenía claro que los demonios de la vanagloria sólo fanfarroneaban. Ella no quería ser policía. Tener las notas más altas sólo significaba para ella una victoria vacía: ganar lo que no quieres es, aún, perder lo que sí quieres. ¿Gloria pírrica?



Con los brazos dormidos por estar bocabajo, variaba ponerse bocarriba, hasta con sentarse en loto. Libro y cerveza intercalados. Avanzaron los capítulos y los mililitros. Se recreaba en unos, se refrescaba con otros. Aún con libro por leer, se agotaron las cervezas. Fue por más. Bebiendo se dedicó a admirar el azul horizonte y aprovechando la pausa, decidió darse un chapuzón. Mientras avanzaba el agua desde sus pies hasta su cuello pensó: Aunque hoy sí, normalmente no estoy donde quiero. Eso no lo decido. Pero decido qué actitud tener ante eso que no decido. Sonrió.

A unos pasos de donde acaba la arena, frente a la última palmera, si se viene del mar; la primera si se viene de tierradentro, hay una palapa construida por el abuelo de Luis, bueno, la estructura es lo que construyó, porque las hojas de palma que se usan para techar se han tenido que cambiar, más o menos cada 15 o 20 años.

De las vigas estructurales de la palapa —que sirve de entrada a la casa de Luis en la que están las computadoras a renta— invariablemente penden dos hamacas.

—Creí que no volverías. Que para mis ojos pudieran de nuevo mirarte, tendría que ir al Dictritode Fecal.

Patricia Plaza suspiró.

—¡N’ombre! Luis. Si yo soy de aquí. Pero el día que quieras allá me caes. Hay mucho que quiero que veas.

Luis todavía echado en la hamaca desde que Patricia regresó de la playa, la miraba con gusto y deseo.

—Pues de aquí, pero ya ni hablas como los de aquí. Y sobre ir pa’llá, ni dios lo permita. Allá la gente está loca.

—¿Cómo sabes que está loca si no la conoces?

—No ocupo conocerla, sé que está loca… ¿Miras la palmera esa?

Levantando el pie que le colgaba de la hamaca y que usa de pronto para mecerse, Luis le señala a Patricia en dirección de la entrada.

—Ey —le responde.

—Creo que ahí comienza el terreno. Y ¿ves pa’llátrás? Después de que termina la casa, pasando las matas de jitomate y frijoles…

—Ajá, el huerto.

—… luego del gallinero sigue un pedazo pelón y luego yerba—. Dijo Luis después de tronar la boca.

—Ajá.

—Bueno, pues en ésta área vivimos mi ’Amá, mi manita, mis sobrinos y yo. O sea, tres adultos y tres niños. Bien, a 15 minutos del Zócalo de la capital del país, la ciudad donde tú vives, hay un edificio de departamentos que tiene ésta misma área que mi casa, con patios; allá viven 110 familias, acá 1… sé que están locos sin conocerlos, no’más sabiendo cómo viven. Y esa loquera se te pegó: nadie de acá llamaría a mis matas un huerto. Mañana, si quieres te llevo a mi huerto.

Patricia calló.

—Pero siéntate, loca. O si quieres ahí está la otra hamaca. ¿Quieres una fría?

Patricia se extendió en la otra hamaca dejando sus bártulos playeros en el suelo.

—¡Manita¡—gritó Luis.

—Entonces todos estamos locos. Aquí, por ejemplo, las niñas se casan niñas y niñas tienen hijos.

—Eso sí. Aquí hay poco qué hacer… Ésta ha de estar sorda.

Luis se levanta de la hamaca y vuelve con un par de cervezas. Le pasa una a Patricia y le pregunta.

—¿Qué tal el agua? ¿Quieres ya comer o al rato? Ya casi están las empanadas de mi Amá.

—Le siguen quedando igual de buenas.

—Pruébalas y me dices. ¿Ya te casaste?

—No mames no.

—Pues al rato vendrá un amigo que estoy seguro te gustará.

—No creo Luis.

—¿Quieres apostar?

—Va.

—Es un tipo increíble que… —lo interrumpe Patricia:

—¿Increíble? ¿Pues cuántos penes tiene? —Luis continúa como si nada:

—…que no es de aquí, vino a trabajar, a dar cursos, desde números hasta letras, es más hasta unos están estudiando francés con él, se llama Toño.

En lo que Antoine Dinant se aparecía, Patricia y Luis vaciaron algunas cervezas y se pusieron al tanto de sus vidas. Luego, cuando Luis comenzó a cabecear la siesta, Patricia regresó a su novela, tan tranquila; ignorante de que ese día, más tarde, contra todas sus creencias y todo pronóstico, conocería al amor de su vida.

 





a.

 

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