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  Conocí a Adela Herrán por azar y coincidencias, en el estreno de una película. Contrario a mi costumbre, no quería ir solo y busqué compañ...

Cómo conocí a Ada Cómo conocí a Ada

Cómo conocí a Ada

Cómo conocí a Ada

 

Conocí a Adela Herrán por azar y coincidencias, en el estreno de una película. Contrario a mi costumbre, no quería ir solo y busqué compañía pero no hallé quién pudiera. Así que fui. En la taquilla había fila pero me informaron que los boletos se vendieron todos.

Mientras le explicaba al taquillero que me resultaba increíble que no quedara ni un sólo boleto. Ada discutía con el novio por teléfono; se podía saber por los gritos. Dije gracias y me quité de la taquilla. Recordé un bar cercano y encaminé hacia allá buscando consuelo. En aquella época en la ciudad se habían puesto de moda los bares tipo pub.

 

—¿Qué es un pub?— se le preguntó a Salazar.

—Flojas imitaciones malinchistas de empedaderos británicos que, según yo, comenzaron a poner de moda el güisqui. Pobre Ciudad de México, todavía tan colonizada —respondió.

 

El sitio: en una esquina —entre dos calles poco transitadas— con dos barras una en el fondo y otra justo en la entrada, rodeada de algunas mesas. Todo se hallaba terminado en madera, excepto los grandes ventanales que daban a ambas calles; detalle inhibidor, por cierto, pues cualquier curioso viandante podría verte empinar el codo.

Entré, fui directo a la barra del fondo que estaba vacía y pedí.

—Un tequila escocés sin hielos, por favor.

El cantinero preguntó:

—¿Un whisky derecho?

Asentí con la cabeza.

—¿Sabes que así se debe beber el whisky?

Me preguntó el cantinero mientras servía la bebida.

—¿Se debe?

—Sí. Las características de la bebida son su sabor y un alto nivel de alcohol. Para lograr ambos, en el proceso se deshidrata la bebida. Entonces, si la mezclas o, si quiera le pones hielo, estás dejando de beber whisky.

Puso el vaso enfrente.

—Cuando lo quiero frío o cuando me parece muy fuerte, le pongo hielo.

Sorbí del vaso.

—Si bebes algo muy frío tus papilas gustativas no funcionan muy bien. Por eso las malas cervezas, como todas las gringas, se beben heladas. Si lo enfrías mucho, pierdes la posibilidad de saborearlo, uno o dos hielos pequeños están bien, pero tampoco puedes dejar que se derritan; diluirías el whisky.

—Y ¿qué opinas de las personas que no lo toman como se debe?

Justo cuando mi morbosa pregunta acabó de sonar, una mujer se acercó y pidió un güisqui con manzana. Era Ada. El cantinero despachó el pedido. Ada llevó su vaso a la mesa vacía más cercana.

—No sé qué pensar. Creo que antes de elegir debes informarte un poco.

Respondió el cantinero.

—Y ¿si lo bebo como se debe y no me gusta?

—No pasa nada; sabes cómo se debe disfrutar; lo probaste, pero no es para ti.

—Y ¿si lo pruebo con manzana y me gusta?

—Si lo pruebas con manzana y te gusta deberías probarlo como se debe.

—Y ¿si ya lo probé como se debe y lo prefiero con manzana?

—En ese caso el whisky no es para ti. Bebe otra cosa.

—No oí que le sugirieras eso a tu última clienta.

—Ni lo oirás. Esto es un bar, no un Monasterio; mientras paguen…

 

Guardé silencio considerando lo escuchado; pedí otro trago y me dirigí a la mesa de Ada. Frente a ella pregunté:

—¿Me puedo sentar?

—Sí.

Respondió Ada sin verme. Ocupé la silla frente a ella.

—Tú te gritabas con alguien en el cine.

Sorbió.

Ada me examina mientras bebe de su güisqui hidratado.

—¿Estabas ahí?

—Sí.

—¿Qué peleabas?

Ada me volteó a ver con calma. Inhaló y suspiró, también calmada.

—A mi novio le gusta mucho el cine y sabe de cine. Y me conoce muy bien. Adivina si una película me gustará o no. Me dijo que la que hoy se estrena me va a encantar y le creí. Él trabaja en una revista quincenal y previo a mandar la edición a la imprenta se le carga el trabajo, salen muy tarde de la oficina, así que me pidió que me adelantara al cine. Por eso tuve que llegar sola. No me molesta pero había quedado en pasar a mi trabajo y de ahí ir juntos al cine. Luego en el cine lo esperé media hora y no llegó. Le llamo y me dice que compre los boletos, que aún no acaba allá. Cuando me formé para comprarlos había pésimos lugares y sólo para la última función, entonces, molesta, volví a llamarle. No me contestaba. Eso me encabronó. Cuando por fin me contestó me dijo que algo estaba mal en la edición, que no llegaría al cine. Le colgué. Y busqué el bar más cercano. Ahora tengo un coraje entripado y dos boletos para una función que comienza en tres horas.

Tomó de su vaso, arrastró la silla de madera alejándola de la mesa, liberando un tenso suspiro, se levantó dejando su bolso y encaminó a la barra.

Ada, de cabello rubio hasta la cintura, suelto, piel casi transparente y ojos verdes, tenía una inconfesable predilección por todo lo dulce; chocolate, caramelos, helados; bebía vodka con jugo y su café cargado más de sacarosa que de cafeína. Su guardarropa se podría dividir en 3 partes:

 

• Oficina

• Findesemana

• Babydolls

 

Ah, y coqueteaba con los límites de la obsesivo-compulsividad, además de muy inteligente y algo tiquismiquis.

Pero lo único de todo esto que pude percibir fueron un par de pálidas piernas colgando desde una minifalda negra hasta unas zapatillas negras. La blusa de mangas con un escote bien portado. Prácticamente ese es el uniforme de entresemana de Ada, que trabaja en un banco en la sección de sistemas.

Cuando volvió a la mesa le dije:

—Quiero el boleto que te sobra, ¿me lo vendes?

Ada me miró tranquila, bebiendo su trago.

—No alcanzaste boleto.

—No.

—No te pregunté. Y ¿qué harás hasta la hora de la función?

Levanté mi vaso frente a mi vista para dejar de fondo su escotazo y así, sofisticadamente, echarle una mirada más.

—Perfecto. —Dijo Ada— Parece que iremos ebrios al cine. Dime, ¿te gusta este bar?

—No es un bar, ni un Monasterio, es un prostíbulo, mientras pagues te dejan hacer.

 

Siempre tengo que contar ésta anécdota a los que oyen decir a Ada que nos conocimos en un prostíbulo.

Supongo que nos gustamos desde el cine, nos caímos bien en el bar y nos enamoramos bebiendo. Claro, ninguno de los dos aceptaría que nos amamos, pero no hay otra explicación; al menos no una tan simple y lógica.

Ada y yo no comenzamos a salir, de hecho nos mirábamos poco, porque Ada cree en el desgaste de lo bello: en que si algo es agradable sólo falta acostumbrarlo para perderle gozo. Yo estaba en total desacuerdo, estoy contra la dosificación de todo. Ambos, todos los que nos rodeaban se dieron cuenta, disfrutamos la presencia del otro.

 

La pasábamos en la broma ahogados entre dos tantos de carcajadas y uno de alcohol. Coincidíamos en ciertos gustos como el humor negro, el mal cine y cierta inclinación por el hedonismo sin censura, el de Ada mesurado, el mío no. Toda una pareja, dirían por ahí.

 

 





a.

 


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