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—Yo no leo. —Tú y todo el país. —¡Ey! No todos los que se dejan llevar al matadero son imbéciles. Entre ellos habrá algún suicida, uno...

Yo no leo Yo no leo

Yo no leo

Yo no leo


—Yo no leo.

—Tú y todo el país.

—¡Ey! No todos los que se dejan llevar al matadero son imbéciles. Entre ellos habrá algún suicida, uno que otro existencialista cansado de jugarle al Sísifo y seguro algún deudor del narco con cartera vencida que ha decidido morir lejos de la creatividad de sus sicarios, seguramente, analfabetas.

—¡Uy! Pinche Refino. No hace diferencia, morir es morir.

—Mira güey, como leí en el tuiter alguna vez: leer está sobrevalorado; y yo le agrego: e infraactualizado. Si la SEP no me mintió siempre, la idea de ver en la lectura una costumbre positiva y socialmente aceptada viene de la Ilustración o, como mi fuero interno le dice: Ilusión. Pensamos en ponerle Ilustrasión, Ilustración más Ilusión, pero a veces, la ortografía es esencial para diferenciar una idea de otra.

—Leyendo mejoras ortografía.

—Otro mito de la SEP ¿Sabes cabrón? He llegado a concluir en extensas e intensas chaquetas mentales (disquisiciones) provocadas, propulsadas y alentadas por plantas de poder, que la SEP no es más que la casta sacerdotal encargada de administrar, dosificar y recetar, pero también de ocultar, los mitos de esa idea que amorfamente llamamos México. Eso pienso.

—¡Mira, cabrón, y yo que pensé que no pensabas!

—…y puede que te sobre razón. Fíjate güey, y sin tanto mamársela al Freire; no nos vaya a eyacular en la boca y sin previo aviso: ¿cuándo crees que la clase dominante iba a andar dejando que sus dominados se liberaran? La Pedagogía es la última etapa de la Historia de la Esclavitud, desde África colonial hasta el obrero moderno con jornadas laborales, leyes federales del trabajo, títulos, maestrías, doctorados y tarjetas de crédito.

—¡No mames! El obrero no tiene tarjeta de crédito.

—¡Exacto! No la tiene pero la desea. Y eso es peor que tenerla.

—¿Cómo está eso?

—Te explico: cuando te gusta una morra, ¿qué haces por ella?

—Casi lo que sea, al menos lo que pueda.

—¿Por qué?

—Porque me gusta.

—Así es, pero ¿por qué te gusta?

—No sé.

—¿Su cuerpo?

—Sí

—¿Su personalidad?

—¡Seguramente!

—Y por algo más. ¿Te gusta porque no la tienes?

—No sé.

—Yo tampoco. Y como no lo sé, entonces bien podría ser. Sí, te gusta, te atrae, te cae bien, pero parte de la atracción es la distancia que los separa y que buscas reducir.

—Podría ser.

—Claro, no digo que lo sea, sospecho. Y la sospecha sigue si piensas en ese sentimiento de atracción dos meses después de estar juntos ¿Es el mismo? ¿Y seis meses y un año después?

—No en mi caso.

—¿Cambia?

—Mínimo disminuye.

—¿Por qué será?

—Asocio el deseo con la ausencia de lo deseado.

—Y la disminución del deseo ¿sería causada por la presencia de lo deseado?

—Así parece, Sócrates.

—¡Pícate la cola!

—¡Ja ja ja ja!

—…

—Bueno, no te emputes. Síguele.

—No, gracias.

Y así me perdí la explicación de Salazar.

 


a.

 

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