Hace ya tiempo; la historia pasó —hay gente que no puedo
olvidar—; intenté hacer pareja con una bella mujer que tenía acceso a una casa
a las afueras de la ciudad, en un lugar cálido. Era de algún familiar o sus
padres la habían heredado de algún familiar. Pasaban allá todos los fines de
semana largos, días de asueto y, cuando no salían del país, casi todas las
vacaciones. La casa era enorme, con jardines adelante y atrás, árboles y
amplias zonas empastadas, según recuerdo alguna banca y una fuente; no tenía
alberca, pero la mandaron hacer.
Fui algunas
veces a la casa sin alberca y sólo una cuando ya tenía, fue mi última vez allá.
Estuvimos solos, sin su familia; la pasé muy bien, y no sólo porque ella se
paseaba desnuda por todo el patio y así nadaba; también me gustaba cocinar con
ella, comer con ella, platicar, beber, fumar, ver películas…
Hubiera podido
asistir en más oportunidades, pero a ella le molestaba que no me desvelara el
sábado, cuando me quedaba, o que me regresara a la ciudad temprano, por la noche.
Entre las tantas cosas que nunca logré entenderme con ella estaba el que yo
tenía qué hacer al día siguiente.
Habíamos quedado
en una cantina a las 9. Tuve que ojear un mapa, breve organización logística:
viajar en metro, caminar un poco y perderme otro tanto pero lo logré; y al
llegar, nadie, era el primero. No sé por qué no termino de aceptar que nadie es
puntual, las convenciones sociales siempre se me dificultan. Me senté a esperar
admirando la barra del bar y el muro de botellas detrás; me concentré sin
intención justo en la parte donde estaban los rones; pensé en los piratas
británicos y sus borracheras entre puteros y puertos, lo fuertes que debieron
ser los rones en el siglo del expansionismo imperialista, de botellas sin
etiquetas, selladas con corcho natural —no sintético como ahora— y cera; cuando
no había sistemas de posicionamiento global y el naufragio era siempre una
amenaza de emboscada en la bitácora del capitán; el ron, entonces, habría sido
un gran amigo ante los males de abordo, compañero durante el escorbuto y gran
distractor de la avitaminosis: idea genial, limón con ron, en tarros de madera
agitados al ritmo de cánticos de piratas, ¡yo ho y salud! Los meseros en
prisas cruzando un salón lleno de mesas vacías me regresaron a la cantina,
legendaria por aquella zona de la ciudad —todas las zonas de la ciudad tienen
una—, está en un edificio que cubre completa una manzana pequeña, tiene cuatro
pisos y en cada uno una cuadrada barra gigantesca justo en el centro de decenas
de mesas, en un costado el escenario y las mesas pegadas a las paredes son tipo
gabinetes; es así en todos los pisos. Sí, todos los pisos, pues tuve que hacer
recorrido completo buscando a mis antiguos compañeros, a varios hacía décadas
no los miraba, a otros hace no tanto, a unos los vería hoy, a otros nunca. Me
pregunté por qué varios eluden nuestras reuniones; tal vez por buen gusto. Tal
vez seríamos más unidos de haber sido compañeros piratas en alta mar, allá
donde la sobrevivencia de cada uno dependía del trabajo en equipo realizado de
manera integral, día y noche, conviviendo entre una familia compuesta, creada
entre desconocidos como medio colectivo para lograr fines egoístas: riqueza,
aventura, riesgo, y luego compartirlos a porciones desiguales. Así le habríamos
dado oportunidad a ese tipo de relación con lazos irrompibles, la hermanad que
emana de la re-unión en un hatajo, un todo orgánico, algo más que sólo la suma
de sus partes… Levanté la mano y le dije al mesero que esperaba alrededor de
diez personas, él me respondió cansado que estaban por cerrar; en acto de
desespero pedí un vodka tónico —mi manía de bar: probar todos los que pudiera
en todas partes para, tal vez, encontrar dónde lo hicieran mejor que como ella
los hacía.
Ella era pésima
en la cocina, de hecho no le gustaba ni lavar trastos sucios. Éramos buenos
bebiendo y comiendo. Era fanática de asistir a bares, por eso fue rara aquella
vez que no quiso salir; quiso ir a mi casa a beber, cuando nos detuvimos por
cerveza, preguntó si me gustaban los tonics, respondí que sí. Compró los
insumos. Por esa época bebía mucho. Se metió a la cocina y salió con dos vasos
rellenos del mejor Vodka Tonic que había probado hasta entonces. Hasta
entonces y hasta ahora. Sus tonics son sus tonics y ninguno se le acerca. El
mesero no tardó con el trago, al verlo frente a mí, me pareció muy poco alcohol
y, dipsómano, le pedí un mezcal, luego probé el vodka: mismo resultado, nada
del otro mundo. A medio vaso llegó el primero de los convocados. Una figura un
tanto familiar envuelta en un traje no tanto. Le dije, ni te sientes que ya
cierran. Pero ¿y los demás?, me preguntó. Alcé los hombros; el mesero regresó
con mi mezcal y dije como hablándole a nadie, si quieres beber pide ahora. El
recién llegado le dijo algo al mesero que no entendí. La música, un grupo de
son cubano, estaba alta.
¿Cómo que ya
cierran? Insistió. Volví a levantar los hombros. Luego él: pero si cierran
temprano ¿por qué nos citaron aquí? Le dije que no sabía. Llegó su trago y nos
dedicamos a beber unos minutos al cabo de los cuales aparecieron otro tanto de
los convidados. Los pusimos al corriente sobre la hora de cierre del local y se
propusieron averiguar qué haríamos. Mientras los miraba me di cuenta de que
envidiaba a los piratas, marineros, marinos, soldados, es más, hasta a los
jugadores de rugby; todos experimentan esa fraternidad, ese sentimiento de
pertenencia a un grupo que en algunos casos no termina ni con la muerte: pues
mientras uno de ellos viva, conmemora a los caídos, el recuerdo como forma de
vivir en los otros, y al vivir en los otros, ya no es necesario vivir nosotros.
Decidieron, tras breves propuestas, ir a bailar.
Tú ¿cómo ves? Me
preguntó alguien. Yo paso. Pensaba beber un poco, no bailar. Además tengo qué
hacer mañana y es mejor si duermo bien. Respondí.
Luego, camino a
casa, recordé que los piratas también bailaban.
Llegué apenas,
tuve que correr la última calle. Ella me esperaba. No sé por qué hay que pasar
por las personas como si se tratara de bultos, de paquetes. ¿Pasas por mí?, Me
llevó al cine, dicen; o, fui a dejarla; ¿qué son, seres humanos o mascotas? Era
la primera vez que quedaba con ella después de pensarlo —dudarlo— mucho.
Algunas veces me pidió salir juntos, yo, inventé pretextos en cada ocasión,
hasta que ella me dio un ultimátum: si no quieres verme sólo dilo, para que
deje de molestarte; obviamente le conteste que no era eso, simplemente no había
tenido tiempo. La verdad era que no tenía ganas de ver a nadie, de salir con
nadie, prefería estar solo.
Alguien escribió que cuando no sabemos por qué vemos a las personas que no estamos seguros de ver, lo hacemos por sexo. Claro que quería fornicar con ella, tal vez lo que me ponía inseguro es que no sabía si esa querencia era recíproca; además, claro, de que había pasado un tiempo desde la última vez que forniqué con alguien. Eso me tenía nervioso. Más tarde el nervio volvió multiplicado cuando, mientras nos besábamos en el sillón, metí mi mano bajo su falda y descubrí que usaba tanga y que habíase depilado la pélvica zona. Llevaba una falda corta con unas zapatillas muy altas y una especie de blusa sin botones. Me explicó que venía de una fiesta del trabajo.
a.
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