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  Suena de inicio y a los descuidados, como una metáfora hasta poética, pero nada de eso, es sólo una descripción; esto es un espejo de ti...

Espejo de tinta Espejo de tinta

Espejo de tinta

Espejo de tinta

 


Suena de inicio y a los descuidados, como una metáfora hasta poética, pero nada de eso, es sólo una descripción; esto es un espejo de tinta por eso; de tinta por escribir y espejo por permitirme, al leerme, verme como los demás me ven, leo mi reflejo.

Lo que miro en el espejo no soy yo. Miro mi reflejo y mi reflejo es lo que ven los otros en mí, es la forma en que los otros me ven. Así como al pararme frente a mi reflejo, al cambiarlo o modificarlo, también cambio y modifico la forma en la que los otros me ven. Entonces, puedo decidir cómo quiero que los otros me miren y dejarme ver como quiero que me vean y evitar ser visto como no quiero ser visto.

De esta manera funciona el espejo. Y esto es un espejo, un espejo de tinta.

Una valedora andaba en broncas y me dijo que platicarlo le ayudaba. Por eso me mantuve al tanto. Le llamaba, le escribía. ¿Cómo vas? Siempre le pregunté. Un día, o noche, no lo recuerdo, me respondió que estaba bien, que estaba llorando tinta. No le entendí. Me explicó que estaba escribiendo, que eso también la ayudaba. No averigüé más, pero di por hecho que escribía sobre lo que le había pasado.

Me pareció una extravagancia pero igual lo he estado haciendo y mi amiga tiene razón, escribir ayuda. Nada sé de psicología pero me parece que debería ser una técnica de terapia, sino es que ya lo es.

El espejo es una vana herramienta. Se utiliza por superficiales para superficialidades. En mi experiencia, una persona bella es una persona estúpida —a veces dos—. Darwin tenía razón. Para sobrevivir hay que adaptarse y sólo se adapta el más apto. Como hoy vivimos en la fortísima e irreflexiva influencia de lo social, y lo social valora la belleza por encima de la inteligencia; por eso o parecen existir cada vez más personas bellas mientras las inteligentes están en peligro de extinción o la mayoría de las personas buscan ser bellas pero no pretenden ser inteligentes. Adaptación al medio, ni pedo.

¿Y yo? yo soy, en todo caso, una especie de parásito: no nací bello y tampoco inteligente; si tuviera dinero tal vez podría comprar belleza o rentarla, simular inteligencia o procurarla, pero como tampoco nací adinerado, lo único que me quedó por hacer es disminuir o disimular mi ignorancia. Por eso dependo de las personas inteligentes, para que me ayuden a quitarme lo bruto, y dependo, a la vez, de las personas bellas, porque tengo ojos y me gusta la belleza como me gusta la inteligencia, aunque no me alcance para ninguna y ambas me queden igual de lejos y, además, en direcciones opuestas.

Sin embargo el espejo tiene profundidad: sirve no para verse uno mismo. ¡Atención! Lo que el espejo muestra no es a la persona que, autocrítica, se mete frente a él. Si alguien cree que se ve a sí mismo al espejo es asunto de desequilibrio mental y le toca estar del lado divertido de la puerta del psiquiátrico. Lo que el espejo muestra es el reflejo; el reflejo de sí. Por eso yo frente al espejo, me escarbo las zanjas nasales con la derecha y mi reflejo hace lo propio con la izquierda. Si lo que miro en el espejo fuera yo mismo, sería la derecha la designada a tan noble y aséptica actividad. Entonces se trata del reflejo, y el reflejo nos ayuda a acercarnos a la forma en la que los demás nos miran, así, esto ayuda a decidir cómo quiero que me miren los otros. Cuando veo en mi reflejo lo que quiero que los otros vean en mí, entonces estoy listo. Tal vez yo sea muy poco inteligente, me exculpo desde ahora, pero creo que en este ejercicio de reflexión especulativa hay muy poco de superficial, muy poco de vano. Además sospecho que la belleza y la inteligencia se me han mezclado sin poderlas diferenciar. ¿Para ser bello hay que saber ejercer la belleza? ¿La inteligencia genera o no vanidad?

Mi amiga llora tinta. Eso le ayuda. Yo fabrico espejos de tinta, para ver (leer) mi reflejo y decidir si es así o de otra forma como quiero que los demás me vean. A ella le ayudan las lágrimas de tinta, a mí los reflejos de tinta.

El espejo, ese objeto frente al que se da el montaje de la máscara, es también el lugar para no ponérsela, para modificarla o al menos, en intimidad, quitársela.

 

 

Fue muy gradual.

 

Desde que la vi la primera vez, me gustó. Alta, con seguridad y buen humor. Podía ser muy dura o muy sensible; tampoco era delgada, diría: entradaencarnes. Así me gustó. La primera vez que tuve oportunidad le hablé, y quedamos en tomar algo. Según recuerdo terminamos en mi casa medio ebrios; pusimos una película y descubrí qué tipo de ropa interior llevaba. Me confesó después que ella iba preparada para todo. Nada pasó.

La siguiente vez fornicamos. Hoy ya no recuerdo detalles. Sólo las frases sueltas que liberaba suspirando de tanto en tanto entre gemidos.

—Me encantan los sonidos que haces al coger.

—Me encanta cómo cojes.

—Cojo como todos: hablo, beso, toco, meto y saco.

—Me gustas.

—Y tú a mí.

Sólo la buscaba para fornicar. De hecho hablábamos poco. Me gustaba el poco esfuerzo que me exigía, era altamente inflamable. No recuerdo una sola vez que me haya dicho que no podía verme, siempre estaba para mí. Accedió a todo lo que le pedí. Todo.

Recuerdo que un día me dijo:

—Tengo novio. Ya no te podré ver.

—¡Lástima! Yo me lo pierdo.

—¿Quieres una última vez de despedida?

—Claro.

Quedamos en despedirnos. Como sólo nos veíamos para coger, quise pasar con ella un rato diferente. Reservé en un buen restaurante, luego fuimos a un bar con show en vivo —una banda, algunos solistas, un cómico— para terminar en un hotel de 4 estrellas. Busqué de 5 pero todo estaba lleno.

En el restaurante ella no sabía qué pedir, no lo conocía y se le notaba incómoda. La plática la calmó. Me di cuenta que era la primera vez que la miraba comer comida. Terminamos con postre y unos tragos. Yo estaba haciendo tiempo para no llegar temprano al bar y ella ya se quería ir.

—¿Vamos a tu casa?

—¿Preferirías un hotel?

—¿Por? ¿No se puede en tu casa?

—Por variedad.

—¿Hoy es especial?

—Siempre. Pero no sabía que necesitabas que lo demostrara.

Salimos del restaurante. En el auto, camino al bar —ella creía que al hotel— llevaba su mano en mi entrepierna. Algunos semáforos después cambió mano por boca, hasta que su arete se atoró en el volante.

—¡Auch! Casi me arranco la oreja.

—¿Quieres un trago?

—Siempre.

En el bar nos colocamos. Yo a base de whiskey y ella de chelas. Todo lo que no platicamos durante años de citas exclusivamente venéreas, lo desquitamos aquella vez. Ya sabía que era inteligente; y como toda persona inteligente, con buen humor y una anormal velocidad para el sarcasmo.

Tenía un hermano que se la pasaba en fumarolas de marihuana y hip-hop. Ambos habían trabajado desde muy chicos. Por las elipsis sobre el tema sospecho que o no conoció a su padre o no se hablaba con él. Su madre, muy joven por cierto, era muy liberal. La dejaba quedarse fuera de casa desde sus 16, permitía al hermano fumar en casa y pernoctar frecuentemente con la novia en su cuarto.

Un día me llamó de emergencia.

—Ven a mi casa.

—¿Todo bien?

—No.

—Voy para allá.

Cuando llegué estaba sobre la cama con poca ropa nada sexy.

—¿Qué pasó?

—Soñé con algo que me quitó el sueño, es una mezcla entre curiosidad y espanto.

—¿Pues con quién soñaste que cogías?

—¡Ey! ¡No todo es sexo conmigo!

—Va. ¿Qué pasó en tu sueño?

—Soñé que estábamos cogiendo… y que al girar para cambiar de posición, se me enredaba la sábana en el cuello y eso me hizo venirme en seguida.

—Ajá…

—Creo que me gustaría que me asfixiaras.

—…Ajá.

 

…para entonces, a casi dos años de vernos irregularmente, ya había descubierto que le encantaba el sexo anal, que le prendía que la ataran, la odaxelagnia y los azotes en las nalgas... entonces no me sorprendió tanto el asunto de la asfixia erótica.

 

—¿Tienes experiencia al respecto? —me preguntó.

—No.

—¿Te interesaría intentarlo?

—Ya sabes.

—Va. Me gustas, Rufián.

—Y tú a mí, Den.

Tuve que documentarme al respecto y practicarlo con cuidado. Revisé literatura sobre el tema hasta llegar a manuales paramédicos, en especial la parte de resucitación cardio pulmonar, hipoxia y qué hacer en casos de desmayo. Todo fue muy bien hasta que se le hizo costumbre y fue escalando.

Primero fue a mano, luego quiso usar cuerdas, cinturones y alguna vez la sábana como en el sueño revelador del cual hoy dudo su existencia; eso sí, jamás se desmayó y siempre terminaba muy satisfecha. El problema fueron los moretones y cardenales de morados a negros pasando por algún tipo de verde-amarillo.

¿Cómo esconder las inevitables marcas en el cuello?

 


 

 

 

r. s.

 

 

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